17 de marzo de 2020.
MARTES III DEL TIEMPO DE CUARESMA.
CICLO A
¡Paz y bien!
Evangelio según san Mateo 18, 21-35.
“Hasta setenta veces siete”.
En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús le preguntó:
«Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?».
Jesús le contesta:
«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por esto, se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus criados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo:
“Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo”.
Se compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero al salir, el criado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba diciendo:
“Págame lo que me debes”.
El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo:
“Ten paciencia conmigo y te lo pagaré”.
Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.
Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo:
“¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”.
Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.
Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano».
¡Buenos días!
Cuarto día de confinamiento en nuestras vidas. ¡Ánimo, no desfallezcáis que el Señor está con nosotros!
No cabe duda que el tiempo de Cuaresma que estamos viviendo este año es, si me permitís la expresión, “una verdadera y profunda Cuaresma”, de hecho, nos tienen en “cuarentena”, el mismo tiempo que Jesucristo pasó en el desierto siendo tentado por el diablo, por el mal, tentaciones a las que no sucumbió ni por él ni por nuestra salvación. Esa debe ser nuestra actitud en estos días. Todos tenemos la tentación de dejar de luchar, salir a la calle, visitar a familiares o amigos o, simplemente, a tomar el aire. ¡NO CAIGAMOS! Ni por nosotros, ni por la salvación de los demás. Lo malo no es que la gente se contagie, si está fuerte, saldrá adelante con mayor o menor facilidad, el problema radica en contagiar a la gente más débil, que colapsemos el sistema sanitario y pongamos a todo el personal en la disyuntiva de a qué persona atender primero, lo cual nos llevaría a un desastre que nadie quiere, así que, como Jesús, no caigamos en las tentaciones y como dice la gente joven en las redes sociales: #YoMeQuedoEnCasa.
Así pues, aprovechemos este tiempo para examinar nuestra realidad a los ojos de Dios e intentar ofrecerle, también, nuestro corazón contrito. Ese corazón contrito que Azarías le presenta a Dios en la primera lectura. Es tiempo de pensar y reflexionar. Quizá en nuestras vidas nosotros, también, hemos expulsado a Dios, para sustituirlo por otros dioses. También nosotros, con frecuencia, vivimos un tanto abatidos, sin fuerzas para seguir caminando porque el trayecto de la fidelidad a Jesucristo no es un camino de rosas. Tampoco lo fue el suyo. Este tiempo de penitencia y reconciliación, es el momento de dirigirnos a nuestro Padre Dios y ofrecerle nuestro desconcierto ante tantas realidades negativas que hemos de afrontar cada día, como esta del coronavirus que se ha instalado en nuestras vidas. Es tiempo de sinceridad y reconocimiento de nuestra condición pecadora. Ofrecerle nuestro corazón contrito es una forma de expresar nuestra confianza en su perdón y en su misericordia. Es una forma de abrirnos a su mensaje de amor y de acogida, recordad la parábola del Hijo pródigo o Padre Misericordioso y así vivir plenamente esta gracia que Dios nos concede cada día, para después, nosotros poder ofrecer el mismo perdón ilimitado a los demás.
Esta experiencia de sentirnos amados y perdonados por Dios es esencial en nuestra vida para, después, perdonar y acoger a los demás de la misma manera que Dios lo hace con nosotros: saliendo a nuestro encuentro con los brazos abiertos para acogernos y perdonarnos antes de que se lo pidamos nosotros. Entregando su propia vida para nuestra salvación. ¿Vivimos, así, el perdón?
En esta línea se mueve el evangelio de Mateo de hoy. En que debemos ofrecer nuestro perdón a los demás, incluso, hasta setenta veces siete; esto es, siempre y en cada momento.
No podemos olvidar que nuestra relación con los demás es el parámetro de nuestra relación con Dios, quiero decir, no podemos caer en la hipocresía de afirmar que amamos a Dios sobre todo y luego tener nuestra vida y nuestro corazón lleno de enemistades, de personas sin perdonar y de enemigos. Cuanto menos es una incongruencia ¿no crees?
Esto nos lo recuerda el propio Cristo en su evangelio: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo». Y, también, san Juan, en su primera carta, lo formula de modo parecido: “Pues el que no ama a su hermano a quien ve; ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?” Vamos, que no tenemos escapatoria.
En el Evangelio de hoy, Pedro es quien quiere saber cuántas veces tenemos que perdonar, es Pedro quien se atreve a hacerle a Cristo esa pregunta que todos nos formulamos en algún momento de nuestro día ante la conducta de los demás con nosotros. Y Jesús le da una respuesta taxativa que no deja lugar a interpretación: “hasta setenta veces siete”, esto es, EL PERDÓN NO TIENE LÍMITES. No podemos olvidar que si no perdonamos a los que no rodean no queremos verdaderamente a Dios, si no amamos a los que nos rodean, no amamos sobre todas las cosas a Dios, no es sólo incompatible sino altamente contradictorio. Así que, pregúntate: ¿perdono a los que me hacen daño? ¿Soy capaz de desviar la atención siempre de mí mismo y sentirme ultrajado, traicionado o mal tratado siempre por los demás?
El perdón comienza cuando somos capaces de no fijar la atención en lo que los demás llevan a cabo con nosotros. La experiencia nos dice que cuesta mucho perdonar cuando la herida de la ofensa está viva y la cultivamos en nuestro interior. Miremos a Jesús. Él, en su comportamiento, lo demostró múltiples veces. El gesto máximo de perdón lo manifestó en la cruz pidiendo a Dios que perdonase a sus ejecutores. Eso mismo espera Él de nosotros. Tenemos que desterrar de nuestras vidas expresiones del tipo: “perdono, pero no olvido”, “soy bueno, pero no tonto”, “siempre tengo que ser yo quien dé mi brazo a torcer”. Perdonar es que el otro me encuentre cuando me necesite, que yo sea capaz de dar la vida por él, de ayudarle sin tener en cuenta el daño que me haya podido o no hacer. Es cierto, hay veces que las relaciones no vuelven a ser igual. Que ya no quedamos a tomar café con esa persona o que la amistad y la confianza no es tan fuerte como antes, poco a poco, si ejercitamos el perdón volverá a ser como siempre, ya lo verás. Pero lo importante no es quedar a tomar café, lo importante es que cuando ese hermano nuestro que nos hizo daño, cuando nos necesite, nos encuentre tan dispuestos a ayudarle como antes de la ofensa. Que cuando nos juntemos con ellos, seamos capaces de no sacar esos rencores que humanamente nos cuesta tanto desterrar de nuestro corazón. Así, poco a poco, llegaremos a ser capaces de dar nuestra vida por las necesidades de los demás, incluso, de los que nos han hecho algún mal. Así, poco a poco, estaremos en el buen camino de amar a Dios sobre todas las cosas. Pregúntate: ¿qué significan nuestros gestos de perdón, a veces por nimiedades, ante ese gesto de Jesús en la cruz?
RECUERDA:
1.- ¿Me siento querido, amado y perdonado por Dios?
2.- ¿Transmito ese perdón siempre a los demás? ¿Hasta setenta veces siete?
3.- ¿Qué debo mejorar en mi vida para vivir plenamente el perdón de Dios y el perdonar siempre y sin límites a los demás?
¡Ayúdame, Señor, a ser testigo de tu misericordia y de la reconciliación en la densidad de lo humano!