31 de marzo de 2020.
MARTES V DEL TIEMPO DE CUARESMA.
CICLO A
¡Paz y bien!
Evangelio según san Juan 8, 21-30.
“Cuando levantéis al Hijo del Hombre sabréis que yo soy”.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
«Yo me voy y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado. Donde yo voy no podéis venir vosotros».
Y los judíos comentaban:
«¿Será que va a suicidarse, y por eso dice: “Donde yo voy no podéis venir vosotros”?».
Y él les dijo:
«Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados: pues, si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestros pecados».
Ellos le decían:
«¿Quién eres tú?».
Jesús les contestó:
«Lo que os estoy diciendo desde el principio. Podría decir y condenar muchas cosas en vosotros; pero el que me ha enviado es veraz, y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él».
Ellos no comprendieron que les hablaba del Padre.
Y entonces dijo Jesús:
«Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que “Yo soy”, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que le agrada».
Cuando les exponía esto, muchos creyeron en él.
¡Buenos días!
Décimo séptimo día de confinamiento. Parece que fue ayer cuando esta pesadillo comenzó, mucho ánimo porque de todo esto, como siempre digo tenemos que sacar una enseñanza para nuestra vida. Habíamos llegado a un ritmo, a un punto, en el que como Adán y Eva queríamos ser más poderosos que el propio Dios. Es más, hemos llegado a pensar que podíamos dominarlo todo y que prácticamente Dios no nos hacía falta. Por desgracia hemos tenido que sufrir una pandemia como la que estamos atravesando para darnos cuenta de la necesidad que tenemos unos de otros, para darnos cuenta de la necesidad que tenemos de humildad y sencillez, para darnos cuenta de que Dios debe estar a nuestro lado; incluso, ha llegado esta pandemia para que veamos que hemos sido tan individualistas, todo este tiempo, pensando y viviendo sólo por y para nosotros mismos que ahora, empezamos a conocer a nuestros vecinos. Ojalá que todo esto nos una más a Dios y a todos los hermanos y hermanas que tenemos a nuestro alrededor.
Pero vayamos al Evangelio de hoy que nos presenta Juan. Como podemos ver, Jesús era un enigma para los judíos, que no acababan de descifrar su identidad. Ellos lo juzgaban desde ‘abajo’, desde su conocimiento, desde sus creencias, desde sus pecados e inmundicias, y claro, así, les resultaba desconcertante; su origen y su destino eran objeto de frecuentes controversias que no aclaraban nada. Partiendo de los criterios de siempre no era posible discernir la sorprendente novedad de Cristo, de su mensaje, de su amor hacia todos los hombres. ¿No nos ocurre esto mismo a nosotros? ¿No tratamos de vivir a Dios desde nuestro conocimiento, desde “nuestra verdad”, desde “nuestros principios”? Nuestra verdad, nuestros principios, poco o nada tienen que ver con este Dios Amor y Misericordia que nos presenta Jesús. Poco o nada tienen que ver con los principios de Dios y que nos ponen cada día ante la controversia de tener que decidir si cumplir con sus preceptos o dejarnos llevar por los de la sociedad de nuestro tiempo que, en muchas ocasiones, poco o nada tienen que ver con los de Dios.
Tanto para los judíos como para nosotros, cada uno desde su propia realidad, era y es necesario situarse en otro plano. Debemos contemplar al Hijo del Hombre desde ‘arriba’, desde la fe, desde la perspectiva de Dios.
Era y es necesario dejar a un lado ‘lo de siempre’ y abrirse a lo nuevo y prometedor. Era y es necesario recibir, con un corazón bien dispuesto, aquella Buena Noticia que traía de parte de Dios un hombre sin ningún poder, pero dotado de una impresionante autoridad: la de su palabra luminosa y penetrante. Una autoridad que, también, le otorga el ser Hijo de Dios, esa autoridad que le viene a Jesús por su estrecha relación con el Padre. Una relación, una comunión entre el Padre y el Hijo que a nosotros nos hacer ser hijos e hijas de Dios en Cristo.
Pero no podemos olvidar que ese ser hijos e hijas de Cristo nos tiene que motivar a ser testigos del amor de Dios en nuestra vida. Nos tiene que llevar a dar nuestra vida por hacer presente en medio de nuestro mundo la Palabra de Dios. Vivimos en una sociedad fragmentada, rota y herida por la violencia, por la falta de expectativas positivas, de horizontes (que dice la psicología); una sociedad rota por la injusticia y el desamor o por el sufrimiento (sólo debemos analizar los meses que estamos viviendo y los que nos quedan por vivir para darnos cuenta de el sufrimiento por el que atraviesa tanta gente: sanitarios que ven morir enfermos sin medida, familiares que no pueden despedirse de sus seres queridos, impotencia ante la falta de recursos, personas que pierden su poca estabilidad económica…) Y ante esta situación, ante esta realidad rota nosotros debemos ser un rayo de esperanza, puesto que somos hijos de Dios, creemos en Aquel “que Es”, aquél que hoy nos ha recordado: “Yo soy”. Participar del ser hijos de Dios debe hacernos sentirnos parte de un misterio de Amor que incluye a toda la humanidad, sin excepción alguna. Debe llevarnos a respetar a cada ser humano como Cristo nos respeta a nosotros, debe llevarnos a dar nuestra vida por todos. Esto, debe llevarnos a vivir la Escucha del Espíritu en nuestro corazón y descubrir a Dios en todas las realidades y personas que nos rodean, incluso en estos momentos límite como los que vivimos o como los que el propio Cristo tuvo que padecer por amor a nosotros. Necesitamos vivir atentos a la Palabra de Dios, a descubrirle en nuestro día a día. Esto debe llevarnos a saber dar nuestra vida por el Evangelio y ponernos en disposición de aceptar la Voluntad de Dios en nuestra vida como hizo María el día de la Anunciación y, además, a disposición de nuestros hermanos más necesitados.
En definitiva, el Evangelio de Juan, de este día, nos mueve a descubrir la Cruz de Cristo en nuestra vida, a saber que en ella está la salvación de todos nosotros y el máximo ideal al que debemos aspirar.
RECUERDA:
En la cruz está la salvación y la imagen de nuestras contrariedades. ¿La acogemos con agrado en nuestra vida?
1.- ¿Desde dónde miro yo a Dios desde “abajo”, desde mi mentalidad, mi pecado y mis limitaciones, como hacían los judíos o desde “arriba” como Cristo me propone para saber aceptar su voluntad en mi vida?
2.- ¿Acepto la Cruz de Cristo como ejemplo de vida entregada a él y a los demás?
3.- ¿Encuentro en esta Cruz de Cristo mi salvación? Si es así ¿por qué no la abrazo yo también como hizo él? ¿Qué me lo impide?
¡Ayúdame, Señor, a reconocer en ti que “Tú eres” el Mesías, el predilecto de Dios, el Hijo Amado en quién nosotros, también, somos hijos suyos!