29 de febrero de 2020.
SÁBADO DESPUÉS DE CENIZA.
TIEMPO DE CUARESMA. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Lucas 5, 27-32.

En aquel tiempo, vio Jesús a un publicano llamado Leví, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo:
«Sígueme».
Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros. Y murmuraban los fariseos y sus escribas diciendo a los discípulos de Jesús:
«¿Cómo es que coméis y bebéis con publicanos y pecadores?»
Jesús les respondió:
«No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan».


 


    ¡Buenos días!
El Evangelio que hoy hemos podido leer y que pertenece a Lucas nos pone encima de la mesa una problemática que está muy enraizada en nuestra propia. La acepción de personas, esa actitud que nos lleva, en cada momento, a diferenciar entre unas personas y otras: las que me caen bien y las que no, a las que ayude de buen agrado y las que me cuestan más ayudar o, directamente, no ayudo. Entre las personas a las que juzgo y a las que no, llegando incluso a tener personas a las que amo, quiero y considero amigas y personas a las que ni amo, ni quiero y a las que no considero amigas mías.
¿No es esto todo lo contrario de lo que Jesús nos propone en su mensaje? ¿No es esto todo lo contrario al comportamiento que como seguidores de Jesús y colaboradores del Reino de Dios deberíamos mostrar en nuestras vidas? ¿Por qué caemos en el error de nos amar a los demás como Cristo nos ama a cada uno de nosotros? Estas y otras preguntas son las que deberíamos formularnos, en el día de hoy, a la luz del Evangelio.

    Estamos en Cuaresma, tiempo de esperanza y conversión. Tiempo de prepararnos para poder vivir cada día más unidos a Dios, a ese Dios que amor a cada uno de los hombres y mujeres de este mundo, SIN EXCEPCIÓN, se hizo hombre para darnos la salvación que por culpa de nuestros pecados habíamos perdido.
Por eso podemos afirmar que Dios no nos abandona nunca, pero, a la vez, solo nos sentimos llenos de Él cuando somos justos, cuando además de ser solidarios sentimos al otro carne de nuestra carne y actuamos en consecuencia. Mi querer el bien del otro, del extranjero, del que no posee lo que yo me gané o heredé, del que piensa diferente, es la única medida que indica la calidad de mi relación con Dios. Esa calidad que no tiene mucho que ver con la cantidad y sí con seguir el Plan de Dios en nuestras acciones de cada día. Si yo quiero estar cerca de Cristo, si quiero abrir mi Espíritu a su Palabra y Voluntad, si quiero ser ejemplo de su amor en este mundo tengo que estar en comunión con el otro; esto nos hace sentir de inmediato a Dios a nuestro lado, llenos de energía, con fuerzas para cerrar heridas, y andar por caminos que nos parecían inaccesibles. Cuando descubrimos este estilo de vida, cuando comprendemos esta petición que Jesús nos hace de amar a los demás como Él mismo nos ama a cada uno de nosotros, cuando somos capaces de interiorizarlo y hacerlo vida, su luz ilumina nuestras dudas y nos llena de esperanza. 
    Y ahora, a la luz de este texto de hoy ¿puedo afirmar que estoy cerca de Dios? ¿Puedo afirmar que mi vida es acogida para los demás sin poner límites y barreras?
Si analizamos nuestras vidas vemos que esto es algo que nos cuesta mucho y todos tenemos en nuestro corazón diferentes “parcelas” en las que vamos enmarcando a las personas que nos rodean, “parcelas” donde diferenciamos a los que nos rodean, donde los distribuimos según el tipo y el grado de amor y cariño que le tenemos. De hecho, sólo hace falta ver, en muchas ocasiones nuestras actitudes con ellos; es más, incluso, nuestras actitudes con aquellos que se juntan con personas que no son de nuestro agrado. ¿Cuántas veces hemos caído en la tentación y en el pecado de juzgar a personas que se juntan con aquellos que no son “considerados de los nuestros”? Esa es la actitud de los fariseos y los escribas, no sólo estigmatizan a las personas consideradas impuras, sino que, además, critican a Jesús por acercarles la salvación. No podemos olvidar, llegados a este punto, que Jesús no se deja llevar por los prejuicios o estereotipos dominantes en la sociedad de la época ya que se fija en el corazón de las personas. Por eso invita a Leví a que le siga. Y lo mejor es que Leví le sigue con rapidez y con grandeza de corazón, con esa grandeza de corazón propia de aquellos que han conocido y tenido experiencia de Dios en sus vidas. ¿Tú no has tenido esa experiencia de dios en tu vida? Entonces si la has tenido ¿por qué no le sigues y dejas de hacer la tan temida acepción de personas en tu vida?

    Es tiempo de conversión y vivir adecuadamente la Pascua de la Resurrección de Cristo implica abrir nuestro corazón a Dios y a los demás. Implica ser portadores de su amor en nuestras vidas, significa amar, perdonar y entregarnos sin límites ni condiciones.
Nosotros, también, somos pecadores, “impuros”, pero Cristo nos ama y eso nos dignifica y nos hacer ser hijos predilectos del Señor. Por eso nuestra conversión pasa por el seguimiento a Jesús, por responderle de una manera rápida y con grandeza de corazón, como lo hace Leví. Por eso esa libertad con la que Jesús se acerca a los marginados de la sociedad, a los necesitados, lejos de escandalizarnos debe llevarnos a imitarle, a hacer nosotros lo mismo con los demás. Nuestra vocación es una llamada a la plenitud de lo que Dios ha creado. Es una vocación a ser “otros cristos” en medio de una sociedad, la nuestra, que necesita reconciliarse con el Amor y vivirlo en plenitud. Debemos tener claro que conseguir esto es imposible si no comprendemos que solo SOY cuando me hago uno con el otro, con la naturaleza y con Dios.


RECUERDA:

1.- ¿Quiénes son nuestros amigos y amigas y a quiénes invitamos a compartir nuestras mesas?
2.- ¿Y nuestros enemigos? ¿A quiénes no amamos y juzgamos por ser diferentes a nosotros, pensar diferentes a nosotros, etc?
3.- ¿A qué me reta el Evangelio de hoy?

¡Ayúdame, Señor, a liberar mi mirada y mis relaciones con los demás de todo tipo de prejuicio, estereotipo o discriminación!
28 de febrero de 2020.
VIERNES DESPUÉS DE CENIZA.
TIEMPO DE CUARESMA. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Mateo 9, 14-15.

En aquel tiempo, os discípulos de Juan se le acercan a Jesús, preguntándole:
«¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?».
Jesús les dijo:
«¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán».


 


 

    El evangelio de hoy nos invita a hacer una profunda reflexión sobre nuestra actitud como cristianos, nuestra actitud como personas que debemos entregar nuestra vida a hacer la voluntad de Dios y a las necesidades de los demás.
Esta reflexión la hace a raíz de una pregunta que el mismo Cristo formula a los discípulos de Juan. Una pregunta que presenta un dilema que, hoy en día, a nosotros mismos, todavía, se nos presenta. La clave la tenemos en la primera lectura de hoy, en la lectura del profeta Isaías.
La pregunta que en primer lugar le presentan los discípulos de Juan a Jesús no es de extrañar. No podemos olvidar que ellos eran judíos y para los judíos conocer bien sus 613 leyes era algo no sólo fundamental, sino que, me atrevería a decir, era algo vital. La pregunta era: ¿Por qué nosotros ayunamos y tus discípulos no?
Jesús lo tiene claro y por eso no duda en contestar de una manera tajante: «¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán».

    No podemos olvidar la enseñanza de Jesús hace dos semanas cuando nos recordaba que había venido no a abolir leyes sino a darles plenitud. Recordad que decíamos que la plenitud era: el AMOR.
Jesús resume todo lo que nos manda en el amor a Dios y al prójimo, por lo que el criterio del actuar cristiano es bien claro: Todo lo que favorezca amar a Dios y al prójimo será bueno, será cristiano. Todo lo que vaya en contra del amor a Dios y al prójimo será malo, no será cristiano. Jesús, en su actuar, siguió este criterio. En su tiempo, entre los bien pensantes, existía la norma no escrita de no mezclarse con los pecadores. Pues Jesús, para intentar conquistar para Dios a los pecadores, come y bebe con ellos. “Los enfermos son los que tiene necesidad del médico, no los sanos”. Si tiene que curar a algún enfermo en sábado, saltándose la ley del sábado, Jesús cura al enfermo, ama al hermano. No hay ninguna ley ni humana, ni aparentemente divina que no deje ayudar y amar al hermano. 

    Frente a esto, sólo cabe una pregunta: ¿qué sentido tiene que practiquemos hasta la última coma de la ley del ayuno si luego somos incapaces de dar la vida por los demás? Esto es, en definitiva, lo que plantea Cristo hoy. La plenitud de la ley de la que hablamos en su día redundaba en esta idea: no hay que cumplir las normas porque sí, sino porque en ellas encontramos el amor de Dios, tanto para nosotros como para los demás. En esta idea incide, también, el profeta Isaías en la primera lectura de hoy. En dicha lectura se nos recuerda que el ayuno que verdaderamente alegra a Dios es el amor: “Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos,
partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos” En definitiva ayunar de nosotros mismos, de nuestros propios beneficios para darnos y entregarnos a Dios y a nuestros hermanos, para así vivir unidos a Aquel que es la Vida; de ahí, que el propio Cristo afirme que no tienen que ayunar los amigos del novio puesto que estando en gracia de Dios no sólo no nos falta nada sino que vivimos en plenitud, pero para eso tenemos que cumplir su palabra, seguir sus pasos y como decíamos ayer: negarnos a nosotros mismos, coger nuestra cruz cada día y poder seguirle. ¿Estamos dispuestos a tal cosa?

    Para eso estamos viviendo estos días de Cuaresma, para conseguir vivir unidos a Cristo cada día más. Para no caer en signos externos olvidándonos de los demás. Está claro que a Cristo no le desagrada el ayuno, pero un ayuno con sentido. Un ayuno que nos ayude a despojarnos de todas esas cosas superfluas en nuestra vida para dotar nuestro corazón de caridad, misericordia y amor para poder vivir unidos, cada día más, a Cristo y a nuestros hermanos.

RECUERDA:
No podemos olvidar que la experiencia cristiana no se define por el sacrificio y los ayunos, sino por la solidaridad y la inclusión en el banquete de la vida. Este banquete es el signo de la presencia de Dios entre nosotros. Nosotros debemos incluir, insertar, hacer presente el Evangelio de Cristo en nuestro mundo, en nuestros ambientes, en nuestras vidas y en la vida de los que nos rodean.

1.- ¿Soy persona que ama más cumplir normas que vivir en el amor a Dios y a los demás?
2.- ¿Cómo puedo insertar más y mejor el mensaje de Dios en mi mundo?
3.- ¿Soy signo de esperanza en medio de un mundo que vive sumergido en el individualismo y en la búsqueda de la felicidad personal por encima de todas las cosas?

¡Ayúdame, Señor, a ser testigo de la liberación y la alegría del Evangelio en medio de mi ambiente!


27 de febrero de 2020.
JUEVES DESPUÉS DE CENIZA.
TIEMPO DE CUARESMA. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Lucas 9, 22-25.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día».
Entonces decía a todos:



«Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?».
 


    Ya hemos empezado este camino de esperanza que se llama Cuaresma y que nos llevará a la semana grande de los cristianos, la semana de Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Esa misma pasión que, hoy, Jesús se empeña en dar a conocer a sus discípulos.

    Sin enmarcamos el texto del evangelio de hoy, debemos situarlo justo después de la afirmación de Pedro donde dice que Jesús es el Mesías. Pero entiende Pedro qué tipo de Mesías es Jesús. ¿Lo entendemos nosotros?  No podemos dudar en afirmar que Pedro no ha entendido nada de lo relacionado con el mesianismo de Jesús. Pedro al igual que sus discípulos, al igual que nosotros mismos, espera un Mesías “ganador”, “triunfante”. No esperan un Mesías que vaya a sufrir una muerte de cruz como el peor de los delincuentes. La idea de Mesías que ellos tenían poco o nada tienen que ver con el Dios de los Cristianos, hasta ahora, incomprensible para ellos. No cabe en cabeza humana que el Hijo de Dios venga al mundo para morir, para sufrir. Que venga al mundo para cargar gratuitamente con unos pecados con los que nada tiene Él que ver. ¿Vale la pena seguir a este Cristo? ¡Sí! Si lo entendemos bien, claro que merece la pena. Esa es nuestra salvación, el seguimiento de Cristo.

    ¿Puede haber algo más grande y que nos dote de más dignidad que el hecho de que Dios decida hacerse hombre para nuestra salvación? ¿No merece este hecho una respuesta radical de vida por nuestra parte?
Si su entrega por nosotros nos dignifica y nos da vida ¿cabe otra respuesta a Cristo que no sea la de dar la vida por él y por su Evangelio?

    Y en eso, precisamente, se detiene la segunda parte del evangelio de hoy. Se nos va a explicar cómo debe ser la entrega, el seguimiento a Cristo por nuestra parte. Por eso Lucas va a insistir en que seguir a Jesucristo no es para llenarse de honores y medallas. Sino que ser discípulo del Maestro implica una serie de condiciones aptas para todos aquellos que quieran compartir su vida y su destino. ¿estamos dispuestos a llevarlo a cabo?

La primera condición es: negarse a sí mismo, es decir, renunciar a ser el centro de la propia vida, dejar a un lado todo lo que no es auténtico para poder aceptar los valores del Reino, para profundizar en el conocimiento y la identidad de Jesús, para aceptar un fracaso que alcanzará su triunfo. Pero ¿no es esto todo lo contrario de lo que nos propone la sociedad? Se nos pide ser siempre los primeros, los mejores, llegar cuanto más lejos mejor con nuestros propios méritos y rodeados de todas las riquezas que podamos adquirir ¿dónde queda, aquí, el mensaje de Cristo? ¿Dónde queda ese “mesianismo” de Cristo que es entrega generosa y gratuita por amor a cada uno de los hombres y mujeres de este mundo y que nosotros debemos imitar?

La segunda condición: tomar la cruz cada día, que evoca la imagen de un condenado a muerte obligado a cargar con el madero de la cruz, como más adelante lo hará Jesús. Cargar con la cruz no es fácil, ni nos gusta. Asumir las contrariedades y contradicciones, aliviar el mal y el sufrimiento que padece tanta gente en nuestro mundo hace que nuestra cruz de cada día se vuelva más ligera. ¿Pero estamos dispuestos a reconocer nuestros pecados, limitaciones y debilidades? ¿tenemos la humildad y sencillez necesaria para reconocernos pecadores?

La tercera condición del discípulo es seguir a Jesús, ir detrás de él en sentido existencial. Estar dispuesto a identificarse con su persona y su mensaje. Acogerle en el otro, especialmente en el pobre y oprimido, en el que carece de paz y libertad, en el hambriento de pan y de sentido. ¿Qué me impide llevarlo a cabo?


RECUERDA:

1.- ¿Sé reconocer el verdadero mesianismo de Jesús? ¿lo acepto para vivirlo yo después?
2.- ¿Me niego a mí mismo cada día? ¿Qué me lo impide?
3.- ¿Tomo la cruz de mi vida en cada momento? ¿Qué me lo impide?
4.- ¿Sigo a Jesús? ¿Qué me lo impide?


¡Ayúdame, Señor, a negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguirte a tí!
26 de febrero de 2020.
MIÉRCOLES DE CENIZA.
TIEMPO DE CUARESMA. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Mateo 6, 1-6. 16-18.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tenéis recompensa de vuestro Padre celestial.
Por tanto, cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa.



Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará.
Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará».



    Miércoles de ceniza. Con la celebración de hoy, comienza un tiempo nuevo que, si bien a lo largo de los años se ha vivido como un tiempo de tristeza, creo que, debemos vivirlo, más bien, como un tiempo de esperanza. Un tiempo el cual se nos presenta la oportunidad de convertir toda nuestra vida y espíritu a la voluntad del Padre, de modo que nos pongamos en manos de Dios para hacer de nuestra vida aquello que Él tiene pensado para cada uno de nosotros. Así viviremos una verdadera Pascua de Resurrección, dejando que en nuestro corazón sea Cristo resucitado quien habite, de modo que nosotros, como él, vivamos siempre dispuestos a dar nuestra vida por los demás, sobre todo por los más débiles y desfavorecidos, por los humildes, que, en definitiva, son los preferidos del Señor.

    Para tal fin, para poder vivir este periodo de conversión de una manera adecuada, se nos pone a disposición tres ayudas, tres pilares en el que poder sustentar este proceso de conversión. Este proceso mediante el cual limpiaremos nuestro corazón, nuestra vida, nuestro día a día de todos esos pecados que nos envilecen y nos alejan del amor misericordioso e infinito de Dios.
El Evangelio de Mateo es muy claro: nada de aparentar ni figureo farisaico; en cambio, sí a la limosna, sí a la oración, sí a algunas renuncias en pequeños gestos silenciosos, anónimos. Tres dimensiones que dignifican y dan sentido a la aceptación del encuentro reconciliador con Dios y con los demás. Son pues, la LIMOSNA, el AYUNO y la ORACIÓN las dimensiones en las que apoyarnos a lo largo de estos días.

    Todos necesitamos de conversión, no podemos obviarlo, es un verdadero gesto de humildad que no puede faltar en nuestras vidas. Sabernos limitados, pobres, errantes, necesitados del amor y del perdón de Dios nos hace ser personas agradecidas con el Señor. Personas que saben valorar la Misericordia desinteresada de Jesús, una misericordia que nosotros debemos dar a conocer mediante nuestros gestos y obras, mediante nuestras palabras y sentimientos. Pero… ¿cómo voy a transmitir el amor de Dios en mi vida si yo soy el primero que no lo vive puesto que me cuesta reconocerme necesitado de esta amor y perdón? ¿cómo voy yo a hablar de humildad y sencillez si luego soy incapaz de reconocer mis propios errores?
Es necesario tomar conciencia, reconocer y aceptar nuestras limitaciones, mostrar un arrepentimiento sincero, creer que el Señor es tierno, compasivo, paciente con nuestras debilidades, abrirnos a recibir el perdón hecho sacramento de vida para poder donarlo a los demás.

    Por eso es importante saber aprovechar este tiempo de Cuaresma. Por eso es importante reconocer nuestra debilidad para poder salir al encuentro de Cristo limpios de toda mancha y acogerle el día de su Resurreción. La Cuaresma nos ayuda a conocernos a nosotros mismo y a darnos a los demás. Precisamente los tres pilares, arriba anunciados, son una muestra fehaciente de ese amor que debe brillar en nuestras vidas.

    La ORACIÓN. Es la muestra de amor a Dios más grande. Es esa conversación íntima con quien sabemos que bien nos ama y que nos abre el espíritu para poder acoger su Palabra. Sin la oración estamos perdidos y vacilantes, sin ella, no podemos hacer nada. ¿Cómo sé yo lo que Dios quiere de mí si no tengo momentos de intimidad con Él o si hago oración la convierto en un monólogo mediante el que le pido en cada momento qué ha de hacer con mi vida como quien recita la lista de la compra? Orar es hablar a Dios y escucharle, a partes igual. Es estar atentos a su Palabra para escucharla con atención, albergarla en nuestro corazón y ponerla en práctica, de manera que nuestras obras reflejen esa intimidad tenida con el Señor cada día.

    El AYUNO. Tema controvertido donde los haya, para algunos, pasado de moda, para otros, un signo de entrega, pero ¿lo hacemos bien? ¿De qué ayunamos?  Es verdad que evitamos comer más cuando lo manda la Iglesia o nos abstenemos de comer carne, pero ¿de qué me sirve eso si luego no escatimo en caprichos y placeres poniéndolos por encima de los demás? El ayuno tiene que llevarnos a evitar gastos innecesarios, caprichos, amor a lo material, en definitiva, a todo aquello en lo que ponemos nuestro corazón y que nos acaba alejando de Dios. Que nos envilece y nos hace egoístas, aquello por lo que vivimos en lugar de vivir por y para Cristo en los demás, sobre todo, en los más necesitados. No podemos olvidar que con este segundo pilar profundizamos en el amor a nosotros mismos bien entendido, no como un mero egoísmo sino como una preparación para poder darme a mi prójimo sin condiciones ni cortapisas.

    La LIMOSNA. La muestra de amor a los demás. No tiene que ser material de manera exclusiva, ni tampoco supone dar únicamente lo que me sobra. Además del dinero, tenemos tiempo, amor, cariño, atención, confianza, compasión, respeto, perdón, acogida… tenemos tanto que ofrecer a quienes nos rodean, tenemos tanto que hacer por ellos… sin embargo, vivimos en una época donde para mí cualquier cosa es poco y acabo ensimismado; hasta tal punto que sólo es relevante aquello que a mí me atañe. Si verdaderamente queremos vivir haciendo realidad el amor de Dios en medio de nuestro mundo ¿es posible hacerlo sin tener en cuenta a los demás?


RECUERDA:
La oración, el ayuno y la limosna son las tres dimensiones de esta Cuaresma que mejor van a dar testimonio de la conversión que debemos llevar a cabo. Tenemos por delante cuarenta Dios para preparar nuestro corazón, de modo que, el Domingo de Resurrección Cristo viva en nuestra vida para siempre. Acogerlo va a depender de nosotros ¿vamos a desperdiciar esta oportunidad?

1.- ¿Me reconozco necesitado del Amor y del Perdón de Dios?
2.- ¿Estoy dispuesto a vivir de manera intensa y real este tiempo de Cuaresma?
3.- ¿Práctico la oración, el ayuno y la limosna?


¡Ayúdame, Señor, a convertirme y a creer en el Evangelio


25 de febrero de 2020.
MARTES DE LA VII SEMANA.
ÚLTIMO DÍA DEL TIEMPO ORDINARIO.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Marcos 9, 30-37.

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos.
Les decía:
«El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará».
Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó:


«¿De qué discutíais por el camino?».
Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante.
Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos».
Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
«El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado».
 


    Como llevamos haciendo varios días, con vuestro permiso, comienzo comentando brevemente la carta de Santiago. Hoy con palabras duras hacia aquellos que le escuchan. Pero si son palabras duras no es por nada sino porque denuncian una situación muy extendida entre los hombres y mujeres de todos los tiempos: envidia, codicia, malos sentimientos… todos aquellos pecados de los que somos presos y poseedores y que acaban llevándonos a no amar a nuestro prójimo como Cristo me pide en el Evangelio, que, por otra parte, hemos escuchado hoy. Y es que no puedo perder de vista que Cristo espera que yo acoja a los demás con el mismo cariño, con el mismo amor y la misma ternura con la que acogemos a los niños.

    Pero vayamos por partes. Lo primero que nos dice Santiago es que “pedimos mal”, frente a esa afirmación lo más lógico es preguntarse qué le pedimos al Señor. Está claro que muchas veces acabamos pidiéndola, únicamente, aquello que nos interesa en cada momento. Y no es de extrañar que lo que nos interesa en cada momento suelen ser lo beneficios propios que me dan la felicidad que yo necesito cada día. Aquí está el error puesto que no sólo somos incapaces de pedirle que se haga en nosotros su voluntad y seamos capaces de acogerla, sino que además acabamos cayendo en el egoísmo de buscar sólo mis propios intereses, acusando a Dios de no escucharme cuando no me da lo que quiere en cada momento. ¿Acaso Dios tiene que darnos todos nuestros caprichos? ¿Qué debo hacer para cambiar mi forma de pedir? ¿No debería saber aceptar y asumir la voluntad de Dios en mi vida, discerniendo lo que me conviene o no en cada momento más allá de mis propios intereses?

    Por todo esto, Santiago nos remite a una renovación interior si queremos, verdaderamente, saber pedir a Dios y saber cumplir su voluntad. Santiago nos dice: “Por tanto, sed humildes ante Dios, pero resistid al diablo y huirá de vosotros. Acercaos a Dios y él se acercará a vosotros”. Es el primer paso a dar: reconocer qué somos y cómo estamos, es decir situarnos en el ámbito de la verdad y desde ahí abrirnos a la comunión con Dios desde la sincera comunión entre lo hermanos. Por otro lado, el apóstol añade: “Lavaos las manos, pecadores; purificad el corazón, los inconstantes. Lamentad vuestra miseria, haced duelo y llorad; que vuestra risa se convierta en duelo y vuestra alegría en aflicción. Humillaos ante el Señor y él os ensalzará”.  Podemos entender que se pide: primero, la purificación de los afectos; la constancia en el deseo de la renovación interior y la realización de la existencia manifestada en las obras que se realizan, esto lo conseguimos examinando nuestra propia existencia, reconociendo la distancia que existe entre lo propuesto por Jesús y lo asimilado por mí. Por eso concluye: “Dios resiste a los soberbios, más da su gracia a los humildes”. El reconocimiento de la propia realidad deberá llevar a la súplica de la misericordia y asumir lo que decimos en el salmo: “Encomienda a Dios tus afanes, que él te sustentará”.

    Si somos capaces de reconocer nuestros pecados, si somos capaces de poner nuestra existencia, nuestra vida, en manos de dios y cumplir en cada momento su voluntad seremos capaces de alcanzar ese ideal que Cristo nos pide en el Evangelio de Marcos que hemos leído: “ser el servidor de nuestros hermanos y acogernos todos como niños”. Pero, claro, ¿cómo podemos conseguir esto? ¿Qué me impide ponerme en las manos de Dios de una manera confiada? ¿Qué me impide amar a los demás como Cristo me ama a mí, que, en definitiva, es lo que me está pidiendo hoy?

    En primer lugar, lo que Jesús nos está enseñando es la necesidad que tenemos de “aprender y escuchar”. Escuchar su Palabra mediante la oración, la lectura espiritual, la asistencia a los sacramentos… y aprender; aprender significa interiorizar lo escuchado, analizarlo en mi corazón y, obviamente, ponerlo en práctica. Una vez escuchada y aprendida su Palabra entenderemos, de una manera más fácil, que quiere decir Jesús cuando, en días como hoy, nos pide que para ser los primeros tenemos que ser los últimos. O como en días anteriores: “quien guarde su vida la perderá”.
No cabe duda que Jesús busca en cada momento que seamos conscientes de la necesidad que tiene el hombre de saber negarse a sí mismo para poder darse a los demás. Cristo sabe que viviendo en el amor es como se consigue amar verdaderamente a los demás. Pero ¿qué significa vivir en el amor? Vivir en el amor significa vivir en las manos de Dios, cumpliendo siempre, su voluntad. Significa, vivir siempre dispuesto a hacer del centro de nuestra actuación a los más pobres, débiles y necesitados. Este es el único camino que lleva al Padre: el camino del amor y del servicio.

RECUERDA:

1.- ¿Qué le pido yo al Señor cada día?
2.- Verdaderamente ¿soy el servidor de todos, acojo a todo el mundo con el mismo cariño, amor y ternura con la que acojo a un niño? ¿Soy consciente de que para el Señor los más débiles y vulnerables son sus preferidos? ¿Y para mí?
3.- ¿Busco servir siempre y en toda circunstancia?  ¿De dónde parten mis suplicas?


¡Ayúdame, Señor, a no olvidar que los últimos, los más pequeños y vulnerados son los preferidos de Dios!
24 de febrero de 2020.
LUNES DE LA VII SEMANA.
CÁTEDRA DE SAN PEDRO.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Marcos 9, 14-29.

En aquel tiempo, Jesús y los tres discípulos bajaron del monte y volvieron a donde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos escribas discutiendo con ellos.
Al ver a Jesús, la gente se sorprendió y corrió a saludarlo. Él les preguntó:
«¿De qué discutís?».
Uno de la gente le contestó:
«Maestro, te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no lo deja hablar; y cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda rígido. He pedido a tus discípulos que lo echen y no han sido capaces».
Él, tomando la palabra, les dice:
«Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo».
Se lo llevaron.


El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; este cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos.
Jesús preguntó al padre:
«¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?».
Contestó él:
«Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos».
Jesús replicó:
«¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe».
Entonces el padre del muchacho se puso a gritar:
«Creo, pero ayuda mi falta de fe».
Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo:
«Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar en él».
Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió.
El niño se quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que estaba muerto.
Pero Jesús lo levantó cogiéndolo de la mano y el niño se puso en pie.
Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas:
«¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?».
Él les respondió:
«Esta especie solo puede salir con oración».


    Volvemos a disfrutar de la carta del apóstol Santiago. Una carta que venimos analizando a lo largo de estos días y que podremos hacer durante hoy y mañana. La retomaremos cuando llegue el tiempo ordinario tras las fiestas de Pascua, aunque, sin duda alguna, bien merece unas catequesis dicho escrito del apóstol.

    Hoy, Santiago nos recuerda como debe ser el comportamiento moral de todo cristiano si queremos que refleje nuestra fe. Debemos recordar que él mismo nos animó a que nuestras obras fuesen ejemplo de la fe, en definitiva, a ser ejemplos no de una fe aprendida sino de una fe vivida y experimentada, hecha realidad en nuestra propia carne. Pues bien, en esta lectura se nos anima a que la sabiduría de Dios sea la que dé sentido a nuestras obras, la que las rija. Pero ¿qué diferencia hay entre la sabiduría de Dios y la propia de los hombres?
La sabiduría de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, condescendiente, llena de misericordia, sin vacilación, sin hipocresía. Esta sabiduría de lo alto marcará el carácter de quien la posea del mismo modo que en modo negativo lo hace la sabiduría del hombre; una sabiduría; egoísta, vanidosa y ambiciosa que nos conduce a llevar a cabo el mal. ¿Qué sabiduría impera en mi vida? ¿Sé reconocerla?
El sabio y entendido, demuestra su sabiduría, viviendo una vida recta y humilde. Lo que amas determina como vives, lo que deseas dirige tu vida. El amor por Jesús se hace evidente por tus actitudes, tus palabras, y tu comportamiento. Nunca es tarde para comenzar a crecer en sabiduría. Dios nos ama con un amor por encima de todo, que nos puede librar de nuestra necedad, si vivimos buscándole sólo a Él.
    Ahora bien, todo esto sólo lo lograremos teniendo una fue fuerte, férrea, fiel. Una fe que nos lleve a vivir cumpliendo la voluntad de Dios en nuestra vida y no nuestra propia voluntad. Por eso, nosotros, debemos hacer nuestra, en esta mañana, la petición de ese padre que presenta a su hijo endemoniado para que Jesús le cure. Nosotros, como él, debemos pedirle a Cristo que ayude nuestra falta de fe. ¿Somos conscientes de las limitaciones de nuestra fe? ¿conocemos qué la condiciona?

    Es cierto que la fe es un don de Dios, pero también depende de nuestra actitud personal, de que nosotros vivamos conscientes de que nuestra respuesta es fundamental. Todo es posible al que tiene fe, nos recuerda Jesús en el evangelio de hoy. Él es quien la otorga, él nos ha dado la fe para poder ser salvados por su gracia, pero nosotros debemos mantenerla viva y practicarla, nosotros, también, somos los responsables de alimentarla. Oración, participación en los sacramentos, lectura espiritual, actos de piedad y caridad son algunos ejemplos de qué debemos utilizar para fomentar, aumentar y fortalecer nuestra fe y confianza en Aquél que es el Autor de la Vida.
De hecho, el evangelio se detiene más en esta actitud del Padre que nosotros debemos adoptar que en el hecho de la curación en sí.
Marcos en definitiva nos muestra cómo ha de ser la actitud del discípulo que, a pesar de sus límites y dudas, quiere ser fiel.

Mirando nuestra vida, puede ser que nuestra fe sea aún pequeña, no pasa nada, vivimos un camino de perfeccionamiento y mejora. Un camino que nos debe llevar a ser conocedores de nuestra realidad y a que pidamos con sinceridad a Jesús: ¡Aumenta mi fe!
Jesús pide fe y oración confiada, de otro modo nos cerramos a la acción de Dios. ¿Estamos dispuestos a llevar a cabo esta tarea?

RECUERDA:

1.- ¿Qué sabiduría está más presente en mí: la humana o la divina?
2.- ¿Le pido al Señor que me aumente mi fe?
3.- ¿Qué mi impide avanzar y mejorar la calidad de mi fe?


¡Ayúdame, Señor, a saber y reconocer que tú eres mi sustento y resistencia!
23 de febrero de 2020.
DOMINGO DE LA VII SEMANA.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san 
Mateo 5, 38-48.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas.
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”.


Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».



    El evangelio de este domingo vuelve a presentarnos esa plenitud que Dios ha venido a dar, no sólo a la norma, sino también a nuestra vida y comportamiento. Cuando esto ocurre, a mi al menos sí que me pasa, siento una gran inquietud dentro de mí, puesto que me doy cuenta que muchas de las cosas que Jesús me está pidiendo están muy lejos, todavía, de cumplirse en mi vida. Supongo que esto nos ocurre a todos y es normal. Es cierto que queremos ser cada día mejores. Es cierto que cada día luchamos por superar nuestras debilidades y pecados, pero no es menos cierto que somos débiles y acabamos cayendo en el mismo error infinidad de veces. Frente a esto dos actitudes: la primera, qué le voy a hacer Dios me ha hecho así y me quiere, por lo que no me esmero a cambiar. Del mismo modo que le ocurre a aquél que siempre piensa: “a estas alturas ya no se puede cambiar”. O, la segunda actitud: estar siempre en camino intentando mejorar cada día. ¿Qué postura adoptas tú?

Es evidente que, ante la lectura del evangelio de hoy, uno se queda sin aliento: “No hagáis frente al que os agravia”; “ama a tu enemigo y reza por el”; “sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto”. Si repasamos detenidamente esas exigencias, descubriremos lo que nos falta para cumplirlas como nos pide Jesús. Quizás sintamos que nos han colocado el listón tan alto, que hemos optado por olvidarlo y pasar olímpicamente por debajo. Francamente ¿piensas esto? ¿No es triste tener ese pensamiento tan limitado y tan exento de cualquier intento de mejora? ¿A caso Jesús no se merece un esfuerzo por nuestra parte para mejorar cada día? Posiblemente te aliente la promesa que nos hizo el pasado viernes en el evangelio de Marcos: “Quien guarde su vida la perderá, pero el que la pierde la ganará” ¿No te entran ganas de mejorar cada día un poco más?

Como decía, el evangelio de este domingo quiere terminar el tema empezado el domingo pasado de cómo combate Jesús el legalismo de los escribas: hoy le vemos cambiando la norma por otra nueva y lo hace hablando de la venganza y de la relación con el prójimo.
El evangelio nos presenta dos maneras de enfrentarnos a la vida: o con nuestros criterios o con los de Jesús. Quizás esté el listón alto, pero si quiero seguir a Jesús, no me queda otro camino que irme acostumbrando a sus criterios, porque, además, lo de Jesús es buena noticia, es decir, que va a ser mucho mejor para nosotros y para todos.

    Es momento de bajar a los sótanos de nuestra vida y forma de ser. De conocernos un poco mejor a nosotros mismos y de analizar, junto a Cristo, nuestra vida para mejorarla. ¿Quién no ha pensado alguna vez frente al tema del perdón: “perdono, pero no olvido”, “ni perdono ni olvido”, “el que lo hace lo paga”, “donde las dan las toman”, “perdono pero que me lo pida”, “soy bueno, pero no tonto”? ¿No son frases que todos nosotros las hemos formulado y experimentado alguna vez en nuestra vida?
Pues aquí es donde está el gran cambio. Frente a esta actitud que tiene poco que ver con la de Jesús y que no podemos adoptarla si verdaderamente afirmamos, como hacíamos el pasado viernes, que Jesús es el Mesías, nosotros debemos actuar tal y como lo haría él. Amando, acogiendo, perdonando… en definitiva, dando nuestra vida por los demás. Y frente a estos pensamientos y actitudes ¿por qué no adoptamos estos otros que son los de Jesús? “perdonar setenta veces siete”, “si amáis a los que os aman ¿qué mérito tenéis?” “perdónales porque no saben lo que hacen”, “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”, “poned la otra mejilla”, “al que se le perdona mucho, ama mucho” ¿No son estos pensamientos los propios de todo cristiano, los propios de aquellos que queremos hacer presente a Cristo en medio de nuestro mundo? ¿Qué nos impide adoptarlos y vivirlos en nuestra vida?

Está claro que entre las dos formas de pensar y de vivir existe una enorme diferencia. Es verdad que entre nuestro actuar y el de Cristo hay un abismo ¿pero nos vamos a conformar con esto? ¿no vamos a intentar que cada día estamos más cerca de conseguirlo?


RECUERDA:

Debemos analizar y presentarle a Cristo nuestra actitud ante el prójimo, ver si nos movemos en un espíritu de venganza, de rencor, de regatear al máximo nuestra ayuda, o si actuamos con generosidad y entrega.
No me cabe duda: queremos parecernos, cada día, más a Él. Y por eso celebramos la eucaristía y queremos comulgar con Él y con los demás. ¿Nos proponemos este cambio de mejora?

1.- ¿Cómo vivo en mi vida el perdón de Cristo?
2.- ¿Sé perdonar a todos y cada uno de los que me rodean?
3.- ¿Existe en mí, no solo, el deseo de ser cada día mejor sino el firme compromiso y el trabajo de mejorar cada día mi vida y mi actitud con Dios y con los demás? ¿Qué me impide llevarlo a cabo?


¡Ayúdame, Señor, a reconciliar mi corazón y hazme testigo de tu misericordia en el corazón del mundo!
22 de febrero de 2020.
SÁBADO DE LA VI SEMANA.
CÁTEDRA DE SAN PEDRO.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Marcos 16, 13-19.

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:
«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?».
Ellos contestaron:
«Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Él les preguntó:
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Simón Pedro tomó la palabra y dijo:
«Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» Jesús le respondió:
«¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.


 

Ahora yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.
Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».



    Sin duda podemos afirmar que la pregunta que hoy nos presenta san Mateo no es una pregunta sin importancia ¡ni mucho menos! Es de tal importancia que, si hacemos memoria, esta semana nos la hemos formulado en dos ocasiones. El pasado jueves, de la mano de san Marcos, y hoy con san Mateo.

    «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Es la pregunta que nos formulamos. ¿Quién es Cristo para mí? Sin duda una pregunta que nos lleva a adentrarnos en nuestra vida de fe para analizar qué lugar ocupa el Hijo de Dios en nuestra vida; puesto que, debemos recordar que para dar una respuesta adecuada tenemos que hablar no desde lo aprendido sino desde lo vivido. No podemos olvidar que Cristo no es un mero aprendizaje sino una experiencia de vida, una elección y un modo de afrontar el día a día.

    De hecho, si nos fijamos en la respuesta de Pedro vemos que le sucede como a nosotros, o, mejor dicho, que a nosotros nos sucede como a Pedro.
Simón Pedro, impetuoso como siempre, tocado por la luz del Espíritu, iluminado por el Padre, confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías, y Jesús le premia haciéndole cabeza de su Iglesia, con potestad para atar y desatar. Pero, a pesar de que sabe que es el Mesías ¿lo vive como tal?
Debemos tener en cuenta el concepto de Mesías que Pedro está esperando. Como todo Israel, él también espera la llegada del libertador; pero no tiene mucha idea de cómo va a ser la liberación que Jesús representa. Por eso, asistiremos a episodios como el de las negaciones y a otras muchas actitudes a lo largo del seguimiento, que parecen apuntar al deseo de un Cristo reinante, poderoso y dispensador de premios. ¿No os acordáis que el pasado jueves en el Evangelio, el mismo Pedro, a pesar de reconocer en Jesús al Mesías no veía con buenos ojos (puesto que no lo entiende) que Cristo tenga que morir en la Cruz? Otro claro ejemplo que deja visible que el Mesías que ellos esperaban no tenía mucho que ver con el que Cristo venía a hacer presente con su vida y su mensaje. ¿No nos ocurre a nosotros lo mismo?
    Muchas veces nosotros queremos un “dios” a nuestra medida. Un dios que premie nuestras buenas actitudes, que castigue los pecados de los demás, que nos trate con la misma benevolencia que nosotros usamos con nosotros mismos… No entendemos que salve a todo el mundo, que nos perdone a todos por igual. Nos cuesta comprender su misericordia y no entendemos, o no queremos entender, que no nos dé en cada momento aquello que deseamos obtener. ¿No es esto un Mesías hecho a nuestra medida, como el que (posiblemente) esperaban los apóstoles y que les lleva a dar una respuesta poco acertada a la pregunta que Jesús les hace?

Es evidente que, a Pedro, y a nosotros, se nos hace un poco cuesta arriba aceptar al Jesús servidor, que nos anuncia la bondad suprema del Padre, su infinita misericordia y el amor sin medida a todas sus criaturas. Serán necesarias la Resurrección y la iluminación de Pentecostés para que Pedro, los discípulos en general y todos los cristianos (incluidos nosotros mismos), lleguemos a entender qué es Jesús, cuál es su acción salvadora y, sobre todo, cómo nos afecta y obliga en nuestra vida. Porque ¿tiene sentido decir que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y quedarnos impasibles ante la realidad que nos envuelve o nuestros propios pecados? ¿Es lógico decir que es el centro de nuestra vida y no dar nosotros la vida por nuestro prójimo como él la dio por nosotros? ¿Puede ser Jesús el Mesías y no cumplir siempre su voluntad sino la nuestra? ¿No crees que, cuanto menos, es contradictorio?

Pedro reconoció en Jesús al Hijo de Dios. Nosotros confesamos que Jesús es el Hijo de Dios, el Salvador, pero, ¿Somos conscientes del significado para nuestras vidas de esta confesión? ¿Estamos dispuestos a vivir como Cristo quiere que vivamos?, ¿o solo son palabras bonitas con las que salimos del paso y a nada nos comprometen?


RECUERDA:

Salvar la vida, ser felices… no va por el camino de “ganar el mundo entero”, algo que nos lleva a la ruina, sino por el camino de Jesús, el de la entrega, el de la cruz y la resurrección a la vida de total felicidad.

1.- ¿Quién dices tú que es Cristo para ti?
2.- ¿Vivo aquello que afirmo?
3.- ¿Cuáles son mis incoherencia y qué impide que viva plenamente aquello que afirmo sobre Jesús?


¡Ayúdame, Señor, a reconocerte como el Mesías, el Hijo de Dios, en mi vida y siempre vivirla cumpliendo tu voluntad!
21 de febrero de 2020.
VIERNES DE LA VI SEMANA.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Marcos 8, 34-9, 1.

En aquel tiempo, llamando a la gente y a sus discípulos, Jesús les dijo:
«Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?



Quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre entre sus santos ángeles».
Y añadió:
«En verdad os digo que algunos de los aquí presentes no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios en toda su potencia».


    ¡Soberbio! El texto de hoy, que encontramos en la carta del apóstol Santiago es soberbio.
Será que siempre le he dado mucha importancia al hecho de ser coherente en la vida, pero la verdad es que cuando he leído este fragmente no he podido evitar volverme a preguntar de nuevo, como hago cada día en mi examen de conciencia nocturno: ¿he sido coherente en el día de hoy? Para mí, ésta es una pregunta que no me puede faltar en dicho acto de oración y de diálogo con el Señor. Por eso te invito a que tú, también, te preguntes hoy: ¿he sido coherente a lo largo de este día? ¿existe mucha incoherencia entre mi fe y mis obras? Y es que a tenor de lo que nos confirma el apóstol si nuestra fe no camina cogida de la mano, por la misma senda y a la par de nuestras obras, está muerta.

    Siempre lo digo y no me cansaré de repetirlo ¿de qué me sirve decir que soy Cristian, que amo a Jesús, que Dios es lo primero en mi vida si luego soy incapaz de amar sin medida, de perdonar, de acoger, de dar mi vida por los más necesitados, de no juzgar, de no criticar, soy incapaz de hacer acepción de personas…? En definitiva si Dios es lo primordial en nuestra vida, nuestras obras deben de reflejarlo; de lo contrario, estoy viviendo una contradicción que deja al descubierto mi falta de coherencia entre la fe que digo profesar y las obras que llevo a cabo.

    En esta coherencia de vida, también, incide el texto del evangelista san Marcos que hoy la liturgia nos presenta. Una coherencia que se da en medio de una de las paradojas más conocidas del mensaje de Jesús: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará». ¿Qué nos está pidiendo Jesús con esta aparente contradicción?

    A estas alturas ya tenemos claro que Jesús nos ha convencido de que seguirle a él es lo mejor que nos puede ocurrir en la vida. ¿O tienes dudas de esto todavía?
Pues bien, este seguir a Jesús lo hemos de traducir por “el que pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará”. Jesús, aquel que vino al mundo para darnos la vida eterna que por nuestro pecado habíamos perdido, aquél que es el Camino, la Verdad y la Vida, también, pasó por esto mismo que hoy nos pide. A él, esto también le sucedió: le mataron por ser fiel a su buena noticia, y no desdecirse del mensaje que nos había traído y así entregó su vida por amor a nosotros. Le cargaron con su cruz y murió en ella. Pero ese no fue el final. Al tercer día resucitó, salvó su vida.
En defintiva, si queremos ganar la Vida Eterna, la Vida que no pasa, la Vida que viene de Dios, debemos perder la vida terrena, ésta que, ahora estamos viviendo. Pero… ¿qué significa perder la vida? Perder la vida es sinónimo de dejarse la piel AYUDANDO, AMANDO, ACOGIENDO, PERDONANDO, EMPATIZANDO CON LOS DEMÁS, en definitiva, siendo otros “cristos” en medio de nuestro mundo. ¿No es esto lo coherente con nuestra vocación de cristianos? ¡Efectivamente!

    Al principio de la reflexión de hoy hablábamos de coherencia de vida y la coherencia propia del cristiano es esa: morir por el Evangelio de Cristo, morir por los demás, porque muriendo por esto ganamos la Vida que Jesús nos trajo sin pedirnos nada a cambio. De hecho, hoy nos propone que si queremos le sigamos y perdamos la vida; pero la respuesta es sólo nuestra, depende de cada uno de nosotros si estamos dispuestos o no a aceptar el reto que el Nazareno nos pone encima de la mesa.

Ahora entendemos mejor las palabras que nos dirige Jesús: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Nuestra cruz ha de tener los mismos motivos que la que cargó Jesús, vivir el evangelio, vivir el “amaos unos a otros como yo os he amado”.


RECUERDA:

Salvar la vida, ser felices… no va por el camino de “ganar el mundo entero”, algo que nos lleva a la ruina, sino por el camino de Jesús, el de la entrega, el de la cruz y la resurrección a la vida de total felicidad.

1.- ¿Soy coherente entre lo que creo y lo que hago?
2.- ¿Estoy dispuesto a perder la vida por Cristo? ¿Qué me lo impide?
3.- ¿Estoy dispuesto a perder la vida por mis hermanos? ¿Qué me lo impide?


¡Líbrame, Señor, de tener y profesar una fe light! ¡Ayúdame, Señor, a comprometer mi vida con la hondura y la radicalidad de tu Evangelio!
20 de febrero de 2020.
JUEVES DE LA VI SEMANA.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Marcos 8, 27-33.

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino, preguntó a sus discípulos:
«¿Quién dice la gente que soy yo?».
Ellos le contestaron:
«Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas». Él les preguntó:
«Y vosotros, ¿quién decís que soy?».




Tomando la palabra Pedro le dijo:
«Tú eres el Mesías».
Y les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto.
Y empezó a instruirlos:
«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días».
Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Pero él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro:
«¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!».


    Sigo, si me lo permitís, haciendo referencia, en primer lugar, a la carta del apóstol Santiago que tenemos la suerte de poder disfrutar estos días. Una carta, que como digo siempre, debe invitarnos a la reflexión y lectura constante y que junto a al Evangelio de hoy nos proponen una reflexión profunda sobre nuestra vida de fe y el estado de la misma.

Por una parte, Santiago, nos está presentando, hoy, cómo debemos actuar ante los demás. Si nos concebimos como verdaderos cristianos y afirmamos, no sólo de palabra sino con nuestro corazón, que amamos plenamente al Señor nuestra vida, SIEMPRE, tiene que ser de acogida. Una acogida sin límites. Una acogida amorosa que lleve a cuantos nos rodean a ver en nosotros esos brazos amorosos de Dios dispuestos en cada momento a acoger a los demás. De hecho, el ejemplo que nos pone en su epístola es un acontecimiento que nos ocurre muy a menudo. Entre un rico y un pobre ¿por quién apostamos, a quién estamos predispuestos a acoger con más amabilidad y entrega? Entre una persona que piensa como yo y otra que no ¿por quién doy mi vida con más agrado? ¿a quién no me importa escuchar y atender? En conclusión, si nos fijamos en nuestra propia vida nos damos cuenta que estamos, por lo general, predispuestos a ayudar, acoger, amar, respetar, no juzgar… a todos aquellos que cuentan con nuestra simpatía y aprobación. A todos aquellos que no pueden dañar nuestra imagen exterior o que pueden reportarnos algún beneficio en lugar de ayudar, respetar, acoger, mimar, amar, no juzgar… a quien más lo necesita sin mirar nada más que son personas con la misma igualdad y dignidad que tú y yo. Esto es, siendo capaces de olvidarnos de nosotros mismos y entregándonos a las necesidades de cuantos nos rodean.

Por otra parte, Jesús, en el Evangelio nos hace dos preguntas importantes. La primera es: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Nos está animando a que miremos a nuestro alrededor, escuchemos a cuantos nos rodean y seamos capaces de analizar qué experiencia de Dios tiene la gente para poder ayudarles a encontrarse más profundamente con Él y, de esta manera, puedan tenerle más presente en sus vidas cada día.
    La segunda pregunta que Jesús me hace es más personal. Ya no basta con echar un vistazo a mi alrededor para contestar. Ahora, debo bucear en mis adentros: en mi alma, en mi corazón, en mi propia vida y desde la sinceridad contestar. La pregunta es: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?».
Así pues, ¿quién es Jesús para ti? No podemos caer en el error de dar una respuesta aprendida como aquel que en su día se aprendió las tablas de multiplicar o las preposiciones de la lengua española. La pregunta ni es baladí ni está exenta de enjundia. Jesús nos está preguntando por nuestra experiencia de Dios, por la presencia que Éste tiene en nuestras vidas y, de la misma manera, de la repercusión que su Palabra tiene en mi vida. Aquí ya no valen las respuestas que aprendimos en el Catecismo o en el Colegio. Aquí ya no valen las frases hechas propias de las estampas de Jesús. Aquí tenemos que ser sinceros, tenemos que mirar nuestra vida y contestar quién es Jesús.
Y tenemos que ser sinceros puesto que, si decimos que Dios es el motor de nuestra vida, el amigo que nunca falla o la luz que ilumina nuestros pasos ¿cómo se entiende que en nuestro día a día las faltas de amor estén siempre presentes? ¿cómo es posible que no actuemos siempre con la misma misericordia y entrega con todos los que nos rodean como lo hizo Jesús? ¿Cómo es posible que se nos olvide con más o menos facilidad amar a Dios sobre todas las cosas?
¿Es congruente decir que Dios es todo para mí y después caer en estos errores propios del egoísmo humano pero que nos cuesta desterrar de nuestra vida? ¿Entendemos, verdaderamente, el sufrimiento por el que Cristo tuvo que atravesar para devolvernos a TODOS la vida eterna que por nuestros pecados habíamos perdido y que lo hace sin pedirnos nada a cambio?

    La pregunta de Jesús de hoy, en definitiva, es un dardo interpelante. Nuestra respuesta ha de ser bien reflexionada. Con ella, no sólo respondemos a una realidad objetiva, quién es Jesús de Nazaret, sino a una cuestión que toca nuestra propia identidad: ¿Cuál es mi relación con Él? ¿Qué repercusión tiene esta relación en mi vida cotidiana? ¿Nos puede decir Jesús como a Pedro que nuestra mirada aun es corta y “pensamos sólo de tejas para abajo”?

   
RECUERDA:

1.- ¿Acojo a todos los hombre y mujeres por igual en mi vida o hago acepción de personas?
2.- ¿Quién es Cristo para mí?
3.- ¿Qué repercusión tiene Cristo en mi vida, en mis actos, palabras y sentimientos?


¡Ayúdanos, Señor, a tener una vida que nos lleve a anunciarte como nuestra fuente de vida y de liberación!
19 de febrero de 2020.
MIÉRCOLES DE LA VI SEMANA.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Marcos 8, 22-26.

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a Betsaida.
Y le trajeron a un ciego pidiéndole que lo tocase.
Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en lo ojos, le impuso las manos y le preguntó:




«¿Ves algo?».
Levantando los ojos dijo:
«Veo hombres; me parecen árboles, pero andan».
Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía todo con claridad.
Jesús lo mandó a casa diciéndole que no entrase en la aldea.
 


    Me vais a permitir que, de una manera breve, hoy de nuevo, haga una pequeña reflexión de la carta del apóstol Santiago que estos días nos pone la liturgia delante. Como dije ayer es una carta que deberíamos tener presente cada día.
La recomendación de hoy, también, deberíamos tenerla presente cada día: “que toda persona sea pronta para escuchar, lenta para hablar y lenta a la ira, pues la ira del hombre no produce la justicia que Dios quiere”.
Vivimos en una época donde todo el mundo tiene muchas cosas que contar, donde todos tenemos muchas cosas que exponer e ideas que presentar y se nos olvida con cierta facilidad el arte de saber escuchar: escuchar no es lo mismo que oír. Requiere todo nuestro compromiso, toda nuestra atención. No entrecortar al que habla y saber aceptar sus ideas, que no significa: estar de acuerdo, siempre, con todo lo que dice.
“Lentitud para hablar, y lentitud para la ira”, es lo que nos sugiere la carta de Santiago. Carta que afirma que la ira, no produce la justicia que Dios quiere, que está alejada de toda escucha, de todo diálogo, de toda persona, y también me aleja de Dios.
Por medio de la ira proyectamos nuestro malestar hacia los otros, dejamos de ser dueños de nuestros valores, y de nosotros mismos. Con la ira despertamos los deseos de venganza, y rompemos toda capacidad de encuentro que podamos tener con los otros. Expresarse con ira es la forma en que nos hemos dejado vencer por la irracionalidad. Así pues, lejos de todo esto, dejémonos guiar por la Palabra de Dios, que nos da vida y salva. Una palabra, viva y eficaz, pero que requiere de nosotros escucharla activamente para ponerla en práctica. En ella, en la Palabra de Dios, adquirimos la capacidad de ser libres, y nos adecuamos al ser de Dios. ¿Estamos dispuestos a dejar descansar nuestra lengua y abrir los oídos a Dios y a los demás?

    Y ya en el Evangelio de hoy, se nos presenta al ciego de Betsaida. Un ejemplo muy sugerente para hacernos reflexionar sobre nuestras propias cegueras, aquellas que no impiden ver con claridad la acción de Dios y su amor en nuestras vidas.
Si en los días anteriores el evangelista nos ha presentado la torpeza de visión, la resistencia que ofrecemos, en muchas ocasiones, para reconocer la novedad y la libertad del Evangelio frente a la ley y a las seguridad externas que parecen envolvernos pero que acaban llevándonos a la desolación, este texto nos presenta algo que puede parecer obvio pero que conviene recordar: recuperar la visión pasa por desear ver y no querer quedar instalados en esa ceguera que al final me lleva a vivir en mi zona de confort y a la cual, en mayor medida, nos acabamos acostumbrando.

Fijémonos en el ciego de Betsaida. Su deseo de ver le lleva a pedirle a Jesús que le toque poniendo toda su confianza en él. Esta postura es contraria a la de los fariseos, que hemos visto estos días. Ellos piden Señales extraordinarias, sin embargo, el ciego sólo pide recuperar la vista, es decir: volver a ver, salir de su mundo propio y situarse en lugares y espacios donde poder ver la realidad que le envuelve. Dicho de otra manera: le pide, y esa debe ser nuestra petición: negarse a sí mismo, dejar de ver su propia comodidad para ver las necesidades de los que nos rodean, silenciar su corazón para escuchar la Palabra de Dios y acogerla. Vivir, en definitiva, cumpliendo la voluntad de Dios y no la suya. Eso es lo que le pide el ciego de Betsaida y esa, debería ser nuestra petición en el día de hoy, sin olvidar que tanto nos ama Dios y respeta nuestra libertad que, para conseguir tal fin, como ya hemos anunciado, primero, debemos desearlo. Si yo no deseo mi curación, sino deseo salir de mis egoísmos e idolatrías, de mis zonas de confort y seguridad. Si no deseo negarme a mí para darme a Dios y a los demás, no hay nada que hacer, puesto que Dios nos respeta y no hará nada que sea contrario a nuestra elección. Por eso he dicho, parece obvio que la curación del ciego pase por querer hacerlo, pero por muy obvio que sea debemos recordarlo en cada momento.

Y ahora preguntémonos: ¿qué cegueras son las que me impiden ver la voluntad de Dios en mi vida? ¿Qué me impide entregarme a los demás como Dios espera que lo haga cada día?

Ojalá que cada uno de nosotros sea consciente de sus cegueras para poder salir de esa situación de tinieblas y poder entregarse plenamente a la Palabra de Dios. Ojalá estemos dispuesto a empezar este proceso para poder ver con claridad en nuestras vidas. Pidámosle a Jesús que nos ayude a llevar a cabo esta transformación interior y exterior en cada uno de nosotros. Que dejemos de ver sombras para verle con nitidez tanto en su Palabra como en nuestro prójimo.


RECUERDA:

1.- ¿Sé escuchar a los demás sin imponer mis criterios, sin juzgar, dejándoles a hablar…?
2.- ¿Reconozco mis cegueras?
3.- ¿Estoy dispuesto y deseo que el Señor me cure de mis cegueras? ¿Qué me lo impide? ¿Qué estoy dispuesto a hacer para que esto se lleve a cabo en mi vida?


¡Ayúdanos, Señor, a liberar nuestra mirada cautiva!
18 de febrero de 2020.
MARTES DE LA VI SEMANA.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Marcos 8, 14-21.

En aquel tiempo, a los discípulos se les olvidó tomar pan, y no tenían más que un pan en la barca.
Y Jesús les ordenaba diciendo:
«Estad atentos, evitad la levadura de los fariseos y de Herodes».
Y discutían entre ellos sobre el hecho de que no tenían panes.
Dándose cuenta, les dijo Jesús:


«¿Por qué andáis discutiendo que no tenéis pan? ¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis el corazón embotado? ¿Tenéis ojos y no veis, tenéis oídos y no oís? ¿No recordáis cuántos cestos de sobras recogisteis cuando repartí cinco panes entre cinco mil?». Ellos contestaron:
«Doce»
«¿Y cuántas canastas de sobras recogisteis cuando repartí siete entre cuatro mil?».
Le respondieron:
«Siete». Él les dijo:
«¿Y no acabáis de comprender?».


    Llevamos desde ayer con una primera lectura que no puede dejarnos indiferentes, la lectura de la carta del apóstol Santiago. Una lectura que debería de convertirse, siempre lo he pensado en una lectura de cabecera. Una epístola recurrente que deberíamos de repasar cada cierto tiempo, sobre todo, en periodos de prueba. Porque es precisamente de eso de lo que nos habla de cómo no perder la fe en momentos de prueba, nos habla, así nos alienta Santiago, a vivir desde la cercanía de Dios y con Dios esos momentos de desconcierto, esos momentos de exigencia personal para poder salir de situaciones dolorosas, de esas situaciones por las que todos pasamos y de las que, en muchas ocasiones acabamos culpando a Dios. ¿Quién no ha dicho en alguna ocasión frases del tipo: “seguro que esta enfermedad es porque se ha portado mal”, “¿qué te he hecho, Dios mío, para que me castigues de esa manera”, “este momento de dificultad es una prueba de Dios”?
¿Estamos seguros de tener un Dios que siendo AMOR y MISERICORDIA nos pone pruebas dolorosas o nos trata según merecen nuestros pecados? ¿no sería esto, totalmente, contradictorio?

    Recordemos pues estas ideas que nos presenta Santiago en su epístola y grabémoslas a fuego en nuestro corazón: “Dios no conoce la tentación”. De Dios sólo procede todo lo bueno, aunque, con frecuencia, no sepamos leerlo así. Entonces ¿de dónde procede todo el mal que nos arrastra y empuja? De forma clara Santiago afirma: “Es nuestro deseo el que arrastra y seduce”. Por eso hoy una buena pregunta para la reflexión sería: ¿Cuáles son mis deseos, todo eso que bulle en mi corazón? ¿Tiene su origen en Dios o, por el contrario, es fruto de la oscuridad, de mi egoísmo?

    Pero pasemos al Evangelio del día de hoy que también tiene “miga” y materia de reflexión para el día de hoy. Algunas son las ideas que quiere dejarnos encima de la mesa en este martes. En concreto dos:

    La primera viene en forma de extrañeza por parte de Jesús. Bueno, ciertamente parece que se extraña, pero nos conoce bien, tanto, que realmente no le es ajeno este desconcierto, esta falta de fe de los apóstoles hacia él y hacia sus enseñanzas de ahí que les pregunte: «¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis el corazón embotado? ¿Tenéis ojos y no veis, tenéis oídos y no oís?»
Y esta misma pregunta nos la hace también a nosotros. Así que: ¿por qué a pesar de conocer a Jesús y de haber oído su mensaje nos cuesta creer y confiar en él?
Es cierto que la novedad del Evangelio descoloca, que el miedo a perder seguridades es algo que nos bloquea de tal modo que llegamos a no confiar en el Autor de la Vida y nos impide abandonarnos a sus manos, pero ¿acaso Jesús nos ha fallado en alguna ocasión? Ser seguidores de Cristo, cumplir su Palabra y vivir el Evangelio conlleva siempre un riesgo y vivir a la interperie, puesto que creer, como decía el papa Francisco, es arriesgar y comprometerse. Comprometerse con Dios y con los demás, no podemos olvidarlo. Pero, esto ya lo digo yo, es un “riesgo seguro” puesto que la experiencia nos dice que estando unidos al Señor no nos falta nada. Que él nos da todo lo necesario para seguir adelante y, verdaderamente, siendo así ¿a qué le tenemos miedo? No podemos dejar que el miedo y la desconfianza se instale en nuestras vidas de tal manera que nos impida abrirnos a la novedad y a la libertad de la Palabra de Dios, a la radicalidad de entrega que Dios espera de cada uno de nosotros. Si dudamos de él, como lo hacen hoy los apóstoles nos abriremos a otras “levaduras”, otras enseñanzas o maneras de creer y de vivir la vida que acaban alejándonos del amor de Dios y del amor a nuestros hermanos y, francamente, esto no podemos permitirlo.

    Ésta es, concretamente, la segunda idea de la que nos advierte Jesús: «Estad atentos, evitad la levadura de los fariseos y de Herodes». ¡Evitemos esas enseñanzas o modos de vida propios de aquellos que viven lejos de Dios, incluso, sin tenerle en cuenta!
Cuando Jesús hace referencia a la “levadura de los fariseos”, como hablábamos el pasado domingo, se está refiriendo a: vivir una vida donde el legalismo, la hipocresía, la piedad desenfocada están presentes en muchos de estos hombres considerados piadosos.
Cuando hace referencia a la levadura de Herodes equivale a: una sociedad donde Dios está ausente y, por lo mismo, proliferan elementos destructivos donde para conseguir un fin no se valoran los medios. No es raro que ahí crezcan la mentira, la corrupción, la insolidaridad, el individualismo egoísta.

¿Acaso esto no es algo que está muy presente en nuestra sociedad de hoy en día? ¿No es un riesgo en el que podemos caer con cierta facilidad?
De ahí que Jesús nos pida que nos acordemos de su testimonio, de sus milagros y Palabras. De sus promesas siempre cumplidas para vivir bien unidos a él y ser nosotros esa levadura que hace fermentar el Amor de Dios en nuestras vidas y en las vidas de las personas que nos rodean. Para eso, debemos alejarnos de esas dos actitudes que van contra el Reino de Dios que Él nos propone. Alejarnos de la levadura de la comodidad, de dejarnos llevar por los mensajes publicitarios, del qué dirán, del individualismo egoísta… Todo ese mundo oscuro y que va dejando a Dios en la penumbra olvidando su amor y devolviéndole lo contrario de lo que Él espera de cada uno. ¿Queremos sentirnos auténticos seguidores suyos?

RECUERDA:

1.- ¿Confío plenamente en Dios y en las Palabras de Jesús?
2.- Como dice Santiago que nos suele ocurrir: ¿Vivo los momentos de dificultades como pruebas que el Señor me pone?
3.- ¿Qué levaduras se instalan en nuestro corazón y nos impiden hacer fermentar el Amor de Dios en nuestras vidas y en las vidas de los demás?


¡Ayúdanos, Señor, a abrirnos, como Jesús, a la novedad radical de Dios en cada uno de nuestros días!

17 de febrero de 2020.
LUNES DE LA VI SEMANA.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Marcos 8, 11-13.

En aquel tiempo, se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo.
Jesús dio un profundo suspiro y dijo:
«¿Por qué esta generación reclama un signo? En verdad os digo que no se le dará un signo a esta generación».
Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla.







    Siempre he pensado que este fragmento del evangelio, que hemos leído hoy, nos presenta a un Jesucristo triste más que enfadado. Un Jesucristo entristecido puesto que se da cuenta de cómo la gente que le rodea no entiende nada de lo que dice y hace. Por eso, porque no entienden nada, hoy, los fariseos le piden más signos extraordinarios. Signos en los que poder apoyar su creencia. No podemos obviar que el hombre es desconfiado y necesita ver cosas grandilocuentes y extraordinarias para poder creer. Por lo tanto, esta actitud de los fariseos que tanto entristece a Jesús no nos es ni extraña ni ajena. Acaso ¿no nos sucede a nosotros mismo en infinidad de ocasiones? ¿No le pedimos nosotros, también, a Jesús que nos realice alguna señal o acontecimiento mágico y extraordinario para quedarnos tranquilos y tener la certeza de que él no nos abandona jamás o de estar haciendo lo correcto? ¿No es esto una falta de fe y de confianza en Aquel que es el autor de la vida? ¡Sí, lo es!

    No cabe duda que nuestra fe es débil. Que nosotros somos incrédulos y personas a las que le cuesta confiar en Jesús. Desgraciadamente, como a los fariseos, nosotros seguimos sin enterarnos de nada, pedimos signos y, sin embargo, tenemos el signo mayor, el propio Jesús, su Vida, su Resurrección ¿Qué más necesitamos? ¿A qué se debe tanta ceguera y desconfianza?

Tenemos que tomar conciencia de que las señales del Reino de Dios no son extraordinarias, sino que acontecen en lo cotidiano de la vida, en lo humilde y sencillo. Sería de una gran incongruencia que Jesús le dé gracias al Padre por haber revelado estas cosas a los pobres y sencillos y ahora viniese a intentar convencernos con grandes y maravillosos signos más propios de un mago y de un ilusionista que de todo un Dios, como es Jesucristo. ¿Acaso la vida de Jesús no es un gran signo de la presencia del amor de dios en medio de nosotros? Así que Jesús se marchó sin darles ningún signo. Ningún signo de los que ellos buscaban y pedían porque no podemos obviar que sí se lo estaba dando. Se lo estaba dando todo y ellos no querían ver, sus ojos, los del corazón, estaban demasiado cerrados, y así no se puede ver nada, todo está oscuro, vacío, hueco. Se nos muestra, en cada momento de nuestra vida, la belleza de la vida, la abundancia del amor, de la entrega, y no vemos nada, no queremos ver. Tristemente, no nos interesa ver.

El evangelio de hoy nos pide que abramos bien los ojos, puesto que no podemos rechazar la oportunidad que Jesús nos da para creer, para sabernos salvados por su Amor. Porque nos amó hasta el extremo, hasta dar la vida, y no nos enteramos, no lo vemos. Sí, sé que me repito en lo mismo, pero eso es lo que necesitamos, que nos lo repitan una y otra vez  para que dejemos de estar tan ciegos, tan sordos. No podemos endurecer nuestro corazón ante tanto Amor, debemos estar dispuestos a reconocer a Jesús.
Debemos hacer gala de una mirada abierta, capaz de dejarse sorprender e impactar ante los gestos de la gratuidad, generosidad y belleza que nos rodean en medio de la sencillez de nuestros días y en el espesor de los acontecimientos. Nosotros, también, tenemos que ser signos para los demás de este amor de Dios, porque no podemos olvidar que estamos llamados a serlo. Tenemos que tener una mirada que traspase cualquier muro de la realidad y vaya más allá del juicio negativo y de la desconfianza total no sólo hacia nuestros hermanos sino también, en muchos momentos de nuestra vida, hacia Dios, sobre todo, cuando no me da lo que yo quiero en cada circunstancia de mi vida.

Ojalá que seamos capaces de abrir los ojos de nuestro corazón al Amor, a la Esperanza, y hagamos de nuestra oración un constante diálogo con Dios para que nuestra Fe sea fuerte.
Ojalá que no nos dejemos contagiar por la incomprensión e incredulidad de los que nos rodean.
   

RECUERDA:

Debemos abrir nuestro corazón y reconocer con los ojos de la fe cuál es la verdadera identidad de Jesús, ese mismo Jesús que se ha revelado en la multiplicación de los panes y los peces, como ese pastor mesiánico, el único portador de nuestra salvación. Cristo vive en cada uno de nosotros ¿qué más necesitamos?

1.- ¿Yo también soy de los que pide signos a Jesús para poder creer en él?
2.- ¿Qué es lo que me hace caer en la desconfianza y alimenta mi falta de fe?
3.- ¿Puedo decir que con mi forma de vida yo, también, soy un signo del amor de Dios para los demás? ¿Qué tengo que desterrar de mi vida y de mi corazón para conseguirlo?


¡Ayúdanos, Señor, a captar tu presencia salvadora en la realidad que nos envuelve, en lo más pequeño e insignificante!

16 de febrero de 2020.
DOMINGO DE LA VI SEMANA.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san 

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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud.
En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley.
El que se salte uno sólo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos.
Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos.
Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será reo de juicio.
Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano “imbécil”, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama “necio”, merece la condena de la “gehenna” del fuego.
Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito, procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo. Habéis oído que se dijo:
“No cometerás adulterio”.


Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón.
Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en la “gehenna”.
Si tu mano derecha te induce a pecar, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero a la “gehenna”.
Se dijo: “El que se repudie a su mujer, que le dé acta de repudio.” Pero yo os digo que si uno repudia a su mujer -no hablo de unión ilegítima- la induce a cometer adulterio, y el que se casa con la repudiada comete adulterio.
También habéis oído que se dijo a los antiguos: “No jurarás en falso” y “Cumplirás tus juramentos al Señor”.
Pero yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo cabello. Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno».
 


    Sin duda alguna, el Evangelio de san Mateo de hoy nos presenta una tesitura muy dada en nuestros tiempos y que muchas veces hace cambiar nuestra percepción de las cosas. Esta tesitura es la del “cumplimiento” de las leyes frente a la “caridad” de las leyes. Dicho de otra manera, muchas veces nos perdemos más en intentar ser muy rigurosos con las leyes y su cumplimiento y nos olvidamos de ver en ellas las huellas de identidad del amor de Dios que es quien debe trasformar nuestras vidas y por el que debemos cumplir las leyes de nuestro decálogo que Moisés nos dejó. Por eso Jesús nos recuerda que él no ha venido a abolir ninguna ley, sino que lo que hace es darle plenitud. Dotarlas de amor, en definitiva.

    Nadie podía ganar a los escribas y a los fariseos en el conocimiento y el cumplimiento de las normas recogidas en la “ley antigua”. Conocen hasta la “última letra o tilde de la Ley” y la siguen a rajatabla. ¿En qué consiste, entonces, tener una justicia mayor que la de los “expertos” de la Ley? En saber que entrar en el Reino de Dios no es cumplir normas y ritos, sino aceptar la gracia transformadora del amor de Dios. La nueva ley nos pide, antes que nada, pureza de corazón. Por eso, aunque es más liviana que la ley antigua en lo exterior, es más exigente en lo interior. Dicho de otra manera, tenemos que vivir según el amor de Dios. Saber reconocerlo en las leyes es actuar dando plenitud a esa ley dada por Moisés, es evitar caer en el legalismo para actuar con conocimiento de causa y desde el corazón ¿Nos empeñamos en ser personas de conducta intachable o buscamos vivir esas normas dadas desde el Amor de Dios para hacerlo visible en nuestro mundo?

    No debemos obviar que la ley es una luz de por dónde debemos caminar y por dónde no. Marca el camino que debemos seguir, pero no son el camino puesto que nuestro Camino, Verdad y Vida es Cristo. Por eso nuestra referencia no es la ley sino Jesús. Jesús no defiende la letra del Antiguo Testamento sino el Espíritu de éste. Por eso, hoy, se nos remarca cuál debe ser la actitud verdaderamente cristiana ante la ley y cuál la actitud cristiana ante las obras de piedad.

    No deberíamos caer en la tentación del escrúpulo y la obsesión por el cumplimiento de las leyes sin más sin profundizar en el espíritu de las normas. Por ejemplo: ahora se acerca la Cuaresma, la ley manda no comer carne los viernes, hay quien lo cumple sin más y no tiene reparos en comer ese día percebes o langostas, por ejemplo. O hay quien va todos los domingos a misa sin saltarse uno, pero, después, durante la semana, no dedica un minuto a Dios ¿de qué sirve conocer y cumplir la ley si somos incapaces de llegar a su espíritu y de cumplirla con y por Amor?

    Recordemos las palabras de san Pablo (2 Cor 3, 6) “la letra mata, pero el espíritu da vida” Ojalá que nosotros dejemos de lado el mero legalismo que nos hace personas ejemplares y de conducta intachable pero que nos impide actuar por amor tanto a Dios como a nuestros hermanos. Ojalá que nosotros dejemos de lado el mero cumplimiento para dotar de sentido y poder trasmitir a los demás que en el cumplimiento de la ley, entendiendo su espíritu, se hace presente el amor de Dios en nuestra vida, se hace presente ese “Reino de Dios” que nos trae la Vida Eterna que no pasa.

   
RECUERDA:

1.- ¿Yo también soy un mero legalista fiel cumplidor de la ley sin más?
2.- ¿Se ver el amor de Dios en las leyes que me fueron dadas por Moisés?
3.- ¿Trasmito la necesidad de vivir desde el amor de Dios la vida que tenemos ayudando a los demás a conseguirlo?


¡Ayúdanos, Señor, a superar antiguos legalismos y a vivir nuestra vida en la clave de tu amor, algo que encontramos en tu Eucaristía de cada día!
15 de febrero de 2020.
SÁBADO DE LA V SEMANA.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!

Evangelio según san Marcos 8, 1-10.

Por aquellos días, como de nuevo se había reunido mucha gente y no tenían qué comer, Jesús llamó a sus discípulos y les dijo:
«Siento compasión de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer, y, si los despido a sus casas en ayunas, van a desfallecer por el camino. Además, algunos han venido desde lejos».
Le replicaron sus discípulos:
«¿Y de dónde se puede sacar pan, aquí, en despoblado, para saciar a tantos?». Él les preguntó:
«¿Cuántos panes tenéis?».


Ellos contestaron:
«Siete».
Mandó que la gente se sentara en el suelo, tomando los siete panes, dijo la acción de gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los sirvieran. Ellos los sirvieron a la gente.
Tenían también unos cuantos peces; y Jesús pronunció sobres ellos la bendición, y mandó que los sirvieran también.
La gente comió hasta quedar saciada y de los trozos que sobraron llenaron siete canastas; eran unos cuatro mil y los despidió; y enseguida montó en la barca con sus discípulos y se fue a la región de Dalmanuta.



    Que Jesús nos envía para que demos testimonio de él, está más que claro. Que Jesús quiere que ese testimonio esté basado en el amor, también está claro. Y que, Jesús quiere que nosotros seamos la personalización de ese amor en nuestros ambientes: familias, amigos, compañeros, comunidades… nadie lo duda. Así que, como podemos ver, el evangelista san Marcos, hoy, se ha propuesto dejarnos una de las enseñanzas más grandes que podemos recibir de Jesús, la necesidad que tiene nuestro mundo de compartir. De partir con el necesitado no sólo el amor que Dios nos da, sino el que nosotros debemos tenernos entre los hombres y mujeres que habitamos en este mundo. Por lo tanto, la primera pregunta que nos vamos a hacer hoy es: ¿verdaderamente mi vida es un ejemplo, una experiencia del Amor de Dios?

    El evangelio de hoy nos cuenta la multiplicación de los panes y los peces para atender el hambre de la multitud que sigue a Jesús y le escucha. San Marcos resalta varios aspectos interesantes para la catequesis de sus comunidades. El primer aspecto es el siguiente:  Jesús es una persona humana, sensible, que siente lástima y se preocupa de sus seguidores. «Siento compasión de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer, y, si los despido a sus casas en ayunas, van a desfallecer por el camino. Además, algunos han venido desde lejos». Marcos remarca esa categoría humanitaria de Jesús. Es un Jesús compasivo, solidario, que mira la realidad y el sufrimiento de las personas cercanas.
Y es que Jesús, siendo Dios y Dios siendo Amor no puede más que desvivirse y preocuparse por las necesidades de todos los que le envuelve. Por lo tanto, si nosotros estamos llamados a ser reflejo de la luz de Cristo, esto es: Reflejo de Jesucristo y Jesús es amor, no podemos obviar que nosotros, nuestras obras y actitudes; nuestras palabras y sentimientos tienen que reflejar siempre y en cada momento ese amor que Dios tiene para con nosotros. De ahí la importancia que tiene la pregunta anteriormente formulada ¿vivo y trasmito el Amor de Dios a mi prójimo?

Me enorgullece ver a un Dios tan sensible como el que estoy viendo hoy en el Evangelio mediante Jesús. Me enorgullece porque puedo afirmar con alegría y sin miedo a equivocarme que mi Dios, el Dios de los cristianos, lejos de ser un Dios vengativo, justiciero y duro con nosotros, es un Dios bondadoso, misericordioso que siempre y en cada lugar está pendiente de las necesidades de todos. Esto, a la vez que me enorgullece, también me lleva a preguntarme, a cuestionarme si mi vida se parece a la suya y, por lo tanto, si yo también me desvivo por las necesidades de cuantos me rodean.

Pero, por otro lado, en este relato Jesús pone a prueba la fe de sus discípulos y, también, la nuestra «¿Y de dónde se puede sacar pan, aquí, en despoblado, para saciar a tantos?» Vemos como a pesar de tener experiencia en primera persona de la presencia de Cristo en sus vidas, aún, son muchos los momentos en los que presentan dudas ¿no nos pasa esto a nosotros?
No sabemos en qué consiste el milagro en sí, pero lo importante es tomar conciencia de compartir, de acompañar las necesidades tanto materiales como espirituales de los seguidores de Jesús. Jesús sacia el hambre y la necesidad de todos los presentes. ¿nosotros trabajamos por conseguir esto en nuestros ambientes? Ayer, en el Evangelio, Cristo nos exhortaba a dejar nuestra zona de confort y predicar a toda la creación su Buena Nueva, su Evangelio. “Poneos en camino” nos alentaba ¿estamos dispuestos a seguir este camino de la Evangelización y del testimonio de la presencia de Dios en nuestra vida?

Jesús nos deja un alimento de esperanza y confianza, que luego se celebrará en la Eucaristía. Jesús va a ser el pan que se nos da como alimento espiritual y sacramento de nuestra fe. El maná que baja del cielo para cubrir nuestras necesidades y colmar nuestras esperanzas. “Sobraron y llenaros siete canastas”. Marcos está recordando y dando sentido a la celebración de comunión y fracción del pan que celebraban cada día en las primeras comunidades cristianas. Jesús que miraba con misericordia a sus seguidores, con mayor misericordia nos reúne en la comunión de su carne y de su sangre en nuestras celebraciones eucarísticas ¿las vivimos con la fe necesaria para hacerlas como dice la liturgia: “El Sacramento de nuestra Fe”? ¿Vivimos las Eucaristías de modo que nos alimentemos del Pan y de la Palabra de Cristo para luego poder darnos a los demás? ¿Ponemos en práctica lo que vivimos en la Eucaristía cada día?


   
RECUERDA:

1.- ¿Vivo y trasmito la Experiencia de Dios que tengo en mi vida?
2.- ¿Estoy dispuesto a compartir todo con mis hermanos sobre todo con los más necesitados?
3.- ¿Cómo vivo cada día la Eucaristía? ¿Es una rutina u obligación? ¿Verdaderamente es el Sacramento de mi fe?


¡Ayúdanos, Señor, a que comamos el pan de Jesús con el mismo sentido solidario y fraterno, con la misma sensibilidad humanitaria que Jesús sentía por los que le acompañaban