10 de febrero de 2020.
LUNES DE LA V SEMANA.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!
Evangelio según san Marcos 6, 53-56.
En aquel tiempo, terminada la travesía, Jesús y sus discípulos llegaron a Genesaret y atracaron.
Apenas desembarcados, lo reconocieron y se pusieron a recorrer toda la comarca; cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaba los enfermos en camillas. En los pueblos, ciudades o aldeas donde llegaba colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos la orla de su manto; y los que lo tocaban se curaban.
El Evangelio de Marcos que hoy se nos presenta es breve, pero está lleno de importancia y de mensajes que no podemos obviar. Un Jesús siempre en camino, un Jesús que no nos abandona nunca y que siempre está dispuesto a curarnos de nuestras enfermedades con solo tocarnos… todo esto que debe ser una realidad experimentada por nosotros, debe hacernos cuestionarnos si verdaderamente nuestra vida es una vida como la de Cristo o por el contrario vivimos ensimismados y alejados de aquellos que más nos necesitan.
Como digo, el Evangelio de hoy nos muestra que la Palabra de Dios se vive en camino, en permanente desinstalación de nuestra zona de confort. Vemos como Cristo vive en permanente itinerancia, no sólo de manera física sino también mental y cordial, esto es: está siempre abierto a la realidad, a los gozos y sufrimientos de los más excluidos y empobrecidos de la sociedad. Esto es un rasgo propio de Cristo que va a llevar hasta el extremo, esto es, hasta el punto de morir en la cruz para darnos de manera gratuita la salvación.
Como comprobamos, una vez más, la vida de Jesús es una vida de salir a los caminos de manera constante, una vida puesta en camino para ayudar a aquellos que no pueden más, como afirma el Papa Francisco. Por eso, hoy, vemos que los enfermos le buscan y necesitan encontrarse con él para experimentar la cercanía y el amor de un corazón, el de Jesús, donde no existen las periferias, donde la salvación es igual y constante parta todos los hombres y mujeres de la tierra empezando por los últimos y las últimas. Por lo tanto, a la luz de la lectura de hoy, debo preguntarme: ¿Mi corazón es igual que el de Jesús? ¿Mi vida es una vida puesta en camino de modo que esté dispuesto a encontrarme con todos aquellos hermanos y hermanas mías que necesitan mi ayudan? ¿Estoy dispuesto a ayudar a todas las personas que me rodean? O acaso ¿me reservo para mí todo lo que puedo por miedo a perder mi vida? ¿Qué evita que me entregue a los demás como Cristo hace por cada uno de nosotros?
Éste es otro de los temas, el segundo concretamente, que pone de manifiesta san Marcos en el relato de hoy. Todos sabemos que, efectivamente, existen enfermedades físicas que nos debilitan, pero junto a las enfermedades, podríamos llamar del cuerpo, también, existen otras enfermedades.
Hablo de unas enfermedades mucho más complejas y no tan fáciles de reconocer por quienes las padecen, son las enfermedades del alma. El hombre que ha sido creado para Dios y cuyo corazón estará inquieto mientras no descanse en Él, como escribió San Agustín, ansía ser feliz, pero busca la felicidad donde no está y se deja atrapar por los espejismos de felicidad, que le conducen la mayoría de las veces a la insatisfacción, y en ocasiones al pecado. Así entra la tristeza en el alma y de ahí se pasa a la depresión.
¿No te pasa esto a ti?
Yo no puedo obviar que en algunas ocasiones, cuando he confiado más en mí que en Dios, cuando me he dejado llevar por mis fuerzas, por mi prepotencia, por mi ansia de poder o egoísmo, cuando me he dado de bruces con la realidad, mi base era tan frágil Que me he venido a bajo y con ello toda mi esperanza se ha desvanecido ¿no es esto lo que te pasa o te puede pasar a ti también cuando confías en tus solas fuerzas, inteligencia, saber estar o buen hacer? ¡Sí! Esto nos pasa porque nos olvidamos de sustentarnos en Dios, de confiar en Él, de ponerlo en el centro de nuestra vida y así de ser testimonios en medio de nuestro mundo de su infinita misericordia para con cada uno de nosotros.
Ayer ya lo decíamos. Estamos llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo y, para ello, lo primero que tenemos que preguntarnos es de quién damos testimonio según nuestras obras y palabras ¿de nosotros mismos o de Dios? Si damos testimonio de nosotros mismos, nuestro testimonio es frágil y con poco recorrido, si por el contrario damos testimonio de Dios con nuestras obras y palabras, entonces, ayudamos a los demás a conocer a ese Dios que tanto nos ama y a que puedan fundamentar su vida en roca fuerte. Es entonces cuando estamos actuando, nosotros también, como portadores de la salud del alma que Cristo, nuestro mejor médico, nos puede aportar.
RECUERDA:
No podemos olvidar que los cristianos, que hemos conocido y experimentado el Amor de Dios en nuestra vida y estamos convencidos de que ese Amor nos salva y sana las heridas de nuestro corazón, estamos llamados, como nos dice este pasaje, a llevar a Jesús a los enfermos que están cerca de nosotros. Llevarlos en sus camillas, porque el pecado postra a las personas y las incapacita para acercarse a la fuente de la salvación. En ocasiones será necesaria la ayuda de profesionales, pero otras muchas serán suficiente sólo con acercarse a Jesús y tocarlo en el sacramento de la penitencia ¿Estamos dispuestos a curarnos nosotros para después poder ayudar a los demás a que se curen también?
1.- ¿Reconozco las enfermedades del alma que padezco?
2.- ¿Confío plenamente en que la curación me viene de Dios, mediante Jesús, siendo Él el mejor médico que puede darme la Vida?
3.- ¿Ayudo a los demás acercándoles la sanación de Cristo o acercándolos a Cristo para que se sanen?
¡Ayúdanos, Señor, a vivir una fe histórica, real y en constante camino para poder acercarle a los que me rodean la salvación que Dios nos da!