19 de febrero de 2020.
MIÉRCOLES DE LA VI SEMANA.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!
Evangelio según san Marcos 8, 22-26.
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a Betsaida.
Y le trajeron a un ciego pidiéndole que lo tocase.
Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en lo ojos, le impuso las manos y le preguntó:
«¿Ves algo?».
Levantando los ojos dijo:
«Veo hombres; me parecen árboles, pero andan».
Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía todo con claridad.
Jesús lo mandó a casa diciéndole que no entrase en la aldea.
Me vais a permitir que, de una manera breve, hoy de nuevo, haga una pequeña reflexión de la carta del apóstol Santiago que estos días nos pone la liturgia delante. Como dije ayer es una carta que deberíamos tener presente cada día.
La recomendación de hoy, también, deberíamos tenerla presente cada día: “que toda persona sea pronta para escuchar, lenta para hablar y lenta a la ira, pues la ira del hombre no produce la justicia que Dios quiere”.
Vivimos en una época donde todo el mundo tiene muchas cosas que contar, donde todos tenemos muchas cosas que exponer e ideas que presentar y se nos olvida con cierta facilidad el arte de saber escuchar: escuchar no es lo mismo que oír. Requiere todo nuestro compromiso, toda nuestra atención. No entrecortar al que habla y saber aceptar sus ideas, que no significa: estar de acuerdo, siempre, con todo lo que dice.
“Lentitud para hablar, y lentitud para la ira”, es lo que nos sugiere la carta de Santiago. Carta que afirma que la ira, no produce la justicia que Dios quiere, que está alejada de toda escucha, de todo diálogo, de toda persona, y también me aleja de Dios.
Por medio de la ira proyectamos nuestro malestar hacia los otros, dejamos de ser dueños de nuestros valores, y de nosotros mismos. Con la ira despertamos los deseos de venganza, y rompemos toda capacidad de encuentro que podamos tener con los otros. Expresarse con ira es la forma en que nos hemos dejado vencer por la irracionalidad. Así pues, lejos de todo esto, dejémonos guiar por la Palabra de Dios, que nos da vida y salva. Una palabra, viva y eficaz, pero que requiere de nosotros escucharla activamente para ponerla en práctica. En ella, en la Palabra de Dios, adquirimos la capacidad de ser libres, y nos adecuamos al ser de Dios. ¿Estamos dispuestos a dejar descansar nuestra lengua y abrir los oídos a Dios y a los demás?
Y ya en el Evangelio de hoy, se nos presenta al ciego de Betsaida. Un ejemplo muy sugerente para hacernos reflexionar sobre nuestras propias cegueras, aquellas que no impiden ver con claridad la acción de Dios y su amor en nuestras vidas.
Si en los días anteriores el evangelista nos ha presentado la torpeza de visión, la resistencia que ofrecemos, en muchas ocasiones, para reconocer la novedad y la libertad del Evangelio frente a la ley y a las seguridad externas que parecen envolvernos pero que acaban llevándonos a la desolación, este texto nos presenta algo que puede parecer obvio pero que conviene recordar: recuperar la visión pasa por desear ver y no querer quedar instalados en esa ceguera que al final me lleva a vivir en mi zona de confort y a la cual, en mayor medida, nos acabamos acostumbrando.
Fijémonos en el ciego de Betsaida. Su deseo de ver le lleva a pedirle a Jesús que le toque poniendo toda su confianza en él. Esta postura es contraria a la de los fariseos, que hemos visto estos días. Ellos piden Señales extraordinarias, sin embargo, el ciego sólo pide recuperar la vista, es decir: volver a ver, salir de su mundo propio y situarse en lugares y espacios donde poder ver la realidad que le envuelve. Dicho de otra manera: le pide, y esa debe ser nuestra petición: negarse a sí mismo, dejar de ver su propia comodidad para ver las necesidades de los que nos rodean, silenciar su corazón para escuchar la Palabra de Dios y acogerla. Vivir, en definitiva, cumpliendo la voluntad de Dios y no la suya. Eso es lo que le pide el ciego de Betsaida y esa, debería ser nuestra petición en el día de hoy, sin olvidar que tanto nos ama Dios y respeta nuestra libertad que, para conseguir tal fin, como ya hemos anunciado, primero, debemos desearlo. Si yo no deseo mi curación, sino deseo salir de mis egoísmos e idolatrías, de mis zonas de confort y seguridad. Si no deseo negarme a mí para darme a Dios y a los demás, no hay nada que hacer, puesto que Dios nos respeta y no hará nada que sea contrario a nuestra elección. Por eso he dicho, parece obvio que la curación del ciego pase por querer hacerlo, pero por muy obvio que sea debemos recordarlo en cada momento.
Y ahora preguntémonos: ¿qué cegueras son las que me impiden ver la voluntad de Dios en mi vida? ¿Qué me impide entregarme a los demás como Dios espera que lo haga cada día?
Ojalá que cada uno de nosotros sea consciente de sus cegueras para poder salir de esa situación de tinieblas y poder entregarse plenamente a la Palabra de Dios. Ojalá estemos dispuesto a empezar este proceso para poder ver con claridad en nuestras vidas. Pidámosle a Jesús que nos ayude a llevar a cabo esta transformación interior y exterior en cada uno de nosotros. Que dejemos de ver sombras para verle con nitidez tanto en su Palabra como en nuestro prójimo.
RECUERDA:
1.- ¿Sé escuchar a los demás sin imponer mis criterios, sin juzgar, dejándoles a hablar…?
2.- ¿Reconozco mis cegueras?
3.- ¿Estoy dispuesto y deseo que el Señor me cure de mis cegueras? ¿Qué me lo impide? ¿Qué estoy dispuesto a hacer para que esto se lleve a cabo en mi vida?
¡Ayúdanos, Señor, a liberar nuestra mirada cautiva!