10 DE JUNIO DE 2020
MIÉRCOLES IX DEL
TIEMPO ORDINARIO CICLO A.
(Segunda semana del
salterio).
¡Paz
y bien!
(Mt. 5, 17-19)
«No he venido a abolir, sino a dar plenitud».
En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No
creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas:
no
he venido a abolir, sino a dar plenitud.
En
verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse
hasta la última letra o tilde de la ley.
El
que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a
los hombres será el menos importante en el reino de los cielos.
Pero
quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos».
¡Buenos
días!
No es la primera vez que hemos leído este pasaje de la vida de
Jesús donde nos anuncia que él viene al mundo para dar plenitud a la ley de los
profetas y no para abolirla. La verdad es que muchas veces caemos en la
tentación de pensar que Jesús es contrario a la ley de los profetas, a la ley del
antiguo testamento, pero nada más lejos de la realidad. De hecho, Jesús nos lo
recuerda hoy: “antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse
hasta la última letra o tilde de la ley”.
Lo que sí debemos
preguntarnos si nosotros entendemos el cumplimiento de ley como lo entiende
Jesús o por el contrario caemos en un mero legalismo que nos esclaviza.
Por eso, Jesús nos dice que
su acción salvadora no es abolir la Ley, sino darle sentido de plenitud. En
Jesús se da el cumplimiento de esta Ley de los profetas, y en su vida se cumple
los que ellos anunciaron de Él. ¿Cómo va a abolir es Ley? ¿no sería
contradictorio? Jesucristo es la palabra definitiva de Dios.
Por
lo tanto, no podemos olvidar que los criterios de vida tienen procedencia
divina. Quiero decir, los criterios de vida son la garantía de nuestra
justicia, del valor que le damos a la vida, al amor, y a los derechos de los
hombres. Eso sí, criterios de vida en su sentido más estricto: amor a los
demás, entrega por nuestro prójimo, solidaridad con los que menos tienen,
justicia, perdón… todos aquellos criterios que vimos, el pasado lunes, en las
Bienaventuranzas y que, en muchos momentos de nuestra vida, son pura
contradicción con los valores de vida que promueve la sociedad de hoy en día.
Dar
plenitud es abogar íntegramente por las cosas de Dios. Lleva implícito el
sentido de totalidad. Jesús no quiere abolir la ley, lo que quiere es que no se
esclavice con ella. No quiere que se pierda el sentido de bondad que radica en
ella. Ni quiere que desaparezca de ella la impronta divina que contiene desde
su origen. Jesús toma en serio las enseñanzas de este cuerpo normativo, porque
su procedencia viene de Dios, y tienen un sentido de eternidad. Dicho de otra
manera, lo que Jesús quiere es que seamos capaces de encontrar en los
mandamientos el amor de Dios y los cumplamos por amor; por amor a él y a los
hermanos. Eso es dar plenitud: actuar movidos por el amor. El amor es contrario
al legalismo, a la esclavitud. Es contrario a la “no vida”.
Los
mandamientos valoran la vida, y la vida contiene ese sentido de eternidad al
que Dios nos llama. Cumplir los mandamientos es para nosotros ese “pasaporte”
que nos lleva directos a la Eternidad prometida por Dios. Por eso, la ley de
Dios no está sujeta a modas y a cambios. Tampoco Jesús transige con las
relaciones injustas que sugieran la discriminación de un enfermo, una viuda, o
un pobre. ¿Puede haber algo más contrario a la ley de Dios que ir en contra de
la vida, de nuestros hermanos, de la libertad o de la justicia? No podemos
olvidar que la palabra de Jesús conduce al acompañamiento del desvalido, en
cualquier situación en la que se encuentre de desamparo.
De
esta Ley, dada por Moisés, Jesús resaltó fundamentalmente dos preceptos: el
amor a Dios, y el amor al prójimo. Ambos son el fundamento principal de
cualquier mandamiento. Es lo que contiene la vida de Dios y la vida de los
hombres. Es irrenunciable para Jesús, a la hora de enseñar tales preceptos.
Ambos preceptos son el equilibrio de su mensaje mesiánico, para ponerse en la
piel del que necesita una palabra de aliento. No podemos amar a los demás si
nuestro corazón no ama primero y, sobre todas las cosas, a Dios; de la misma
manera, no podemos decir que amamos a Dios si en nuestra vida el prójimo no
ocupa un lugar central e importante. Si Dios entregó a su Hijo al mundo para
que muriese por nuestra salvación ¿qué no deberé hacer yo por mis hermanos y
hermanas?
¿Por qué no nos proponemos
nosotros, también, dar plenitud a la Ley de los profetas como Cristo hizo con
su vida?
RECUERDA:
El
Evangelio es la Buena Noticia del Amor. Un amor que se encarna y se hace
projimidad. Toda la vida de Jesús, sus palabras y sus hechos no hacen sino
señalar ese misterio que atraviesa la historia de la salvación. El Dios mayor
(trascendente) se hace menor (inmanente) para señalar la centralidad del Amor
por encima de cualquier marco perceptual. Solo el amor salva. Un amor que por
ser universal empieza por la opción por los últimos y más desamparados. Desde
esta perspectiva el sentido de la Alianza Bíblica se redimensiona como
incondicionalidad y como ley interna de la caridad. Jesús la actualiza con su
vida dándole cumplimiento. ¿Cómo actualizar y significar hoy esta
incondicionalidad del Amor por la humanidad más sufriente de nuestro mundo?
1.-
¿Cumplo la Ley de Dios porque encuentro en ella el su Amor o por mero legalismo
que me impida no caer en el incumplimiento sin más?
2.-
¿Mi vida es un constante trabajo por impregnar de Vida a los demás?
3.-
¿Qué me impide ayudar a Jesús a darle plenitud a la Ley de Dios?
¡Ayúdame,
Señor, a que la ley interna de la caridad sea mi única ley!