18 DE JUNIO DE 2020

JUEVES XI DEL TIEMPO ORDINARIO
(Tercera semana del salterio)

¡Paz y bien!

X Del Santo Evangelio según san Mateo.
(Mt. 6, 7-15)

«Vosotros orad así».


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros orad así:
“Padre nuestro que estás en el cielo,
santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino,
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo,
danos hoy nuestro pan de cada día,
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden,
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal”.
Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».

      

¡Buenos días!

       Si ayer hablábamos de la oración como método de unión con Dios, hoy gracias al evangelista san Mateo podemos escuchar por boca de Jesús cómo debe ser nuestra oración. Jesús, en esta mañana, nos enseña a rezar, nos enseña a orar. Nos enseña la oración más universal de todas y aquella que por más que sea conocida y repetida por cada uno de nosotros, deberíamos reflexionar y meditar cada día para llegar a interiorizarla de tal manera que toda nuestra vida sea una continua manifestación de lo que en ella pedimos.

       La oración que Jesús nos enseña es el Padrenuestro. Una oración que lo primero que hace es poner de manifiesto que yo, tú y todos los que han habitado, habitamos y habitarán en este mundo fueron, somos y serán hijos de un mismo Dios y que, por lo tanto, aunque parezca una obviedad, no somos hijos únicos.
Esto consigue dos cosas: la primera, que reconozcamos a Dios como Padre y que, como nos enseña Jesús, podamos dirigirnos a Él como Padre. En segundo lugar, que todos somos hermanos unos de otros y que, por lo tanto, tenemos la misma dignidad e igualdad unos y otros.
¿Reconocemos a Dios como Padre? Si es así ¿por qué nos cuesta tanto confiar plenamente en Él? ¿por qué acabamos confiando más en nosotros mismos que en la Palabra de un Padre que sabemos que no nos abandona jamás y que está siempre pendiente de todos? ¿Por qué me falta confianza con Dios si es mi Padre? Pero a la vez tenemos que cuestionarnos nuestra relación con los demás ¿por qué hacemos tantas diferencias entre unos y otros si todos somos, de la misma manera, hijos de Dios? ¿por qué me sitúo, en muchas ocasiones, por encima de los demás con una actitud soberbia y altanera? ¿por qué me falta tanto compromiso con la justicia de Dios de la que hablábamos ayer?
¿No es todo esto, totalmente contradictorio con rezar, meditar y reflexionar cada día el Padrenuestro? ¿no se estará convirtiendo en una oración tan usada que se ha vaciado de contenido o que pensamos que la conocemos tanto que no le prestamos la atención que merece?

       Cada vez que rezamos el Padrenuestro deberíamos ser conscientes que, además de llamar a Dios “Padre”, con todo lo que hemos visto que conlleva, estamos pidiendo más cosas que son de capital importancia para nosotros.

       “Santificado sea tu nombre”. Pedimos que el nombre de Dios sea tomado como santo, como divino. Pedimos que todos seamos capaces de adorar a Dios y darle en nuestra vida el lugar que merece. ¿Santifico el nombre de Dios? ¿Acudo a la Eucaristía por compromiso y mero legalismo o hago de esta celebración la manera de darle mayor gloria y santificación a Dios? ¿Qué lugar ocupa Dios en mi vida?

       “Venga a nosotros tu Reino”. No mi voluntad, sino la suya. No el reino que yo espero de mí o de este mundo: riquezas, reconocimiento, buena fama, dinero… Pedimos el Reino de Dios, un reino de misericordia, caridad, amor, perdón, entrega a los demás, sobre todo, a los más necesitados…

       “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. ¿Soy capaz de negarme a mí mismo para cumplir siempre la voluntad de Dios? ¿qué ocurre cuando la voluntad de Dios y la mía no coinciden: le trato de injusto o de haberse olvidado de mí; o por el contrario, la acepto y la asumo como mi propia voluntad? Cristo se anonadó (como dice S. Pablo) y se negó incluso su categoría de Dios por amor a nosotros ¿seremos capaces de hacer nosotros lo mismo para cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida?

       “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Le pedimos no sólo el pan del alimento corporal, el pan de nuestras mesas. Ese pan que nos hace comer cada día y que tan presente debe estar en nuestra vida. Un pan que, por desgracia, comienza a faltar en muchas familias por culpa de esta pandemia que estamos padeciendo. Un pan que, obviamente, debemos pedirle y que Él hará lo posible para que no nos falte. Pero también le pedimos el Pan con mayúsculas, el que alimenta nuestro espíritu y nuestra alma: el Pan de la Eucaristía. Ese Pan que es el fundamento de nuestra fe, el acto central de nuestra vida. ¿Cómo vivo yo la Eucaristía? ¿es mi verdadero alimento?
       “Perdona nuestras ofensas como, también, nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Ese doble perdón que debe estar presente en nuestras vidas. Por una parte, el perdón por parte de Dios. Un perdón que no falta en nuestras vidas pero que, además, debe hacernos humildes y sencillos. Saber que Dios no nos trata como merecen nuestros pecados y que siempre nos pone delante su perdón, tiene que hacer de nosotros hombres y mujeres agradecidos a tal acción, de manera que nosotros seamos, también, capaces de perdonar a los demás del mismo modo que Dios lo hace con nosotros: sin límites de ningún tipo. Un perdón que no conoce condiciones ni limitaciones, un perdón que nos hace ser misericordiosos y compasivos con nuestros hermanos. ¿No sería injusto que nosotros fuésemos perdonados siempre con Dios y no ofrecerlo a los demás? Ese agradecimiento del que hablo debe llevarnos a perdonar siempre a los que nos rodean, incluso, cuando se trata de aquellas personas a las que tachamos de “enemigos” o de “pocos amigos”.

       “No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”. Pedirle a Dios que no nos deje caer en la tentación significa reconocernos pecadores, limitados, débiles. Significa que nos reconocemos necesitados de la ayuda de Dios para no dejarnos llevar por nuestros demonios. Él, mediante su Espíritu Santo, nos da la fuerza necesaria para no sucumbir a esas tenciones para no caer en el mal, pero ¿aceptamos esa ayuda? ¿confiamos en ella? ¿preferimos caer en el pecado que seguir las sendas de Dios?

       “Amén”. “Que así se haga”, esta es la manera de rubricar esta oración que Cristo nos enseñó y que, sin duda alguna, está llena de importantes peticiones que debemos renovar día tras día para hacer de nuestra vida lo que Dios espera de ella.

       RECUERDA:

Lo oración que Jesús nos propone no es de “palabrería” sino que brota de su experiencia más profunda de filiación. Nos invita a dirigirnos a Dios como “Abba”, con la confianza que esta experiencia conlleva y desde la conciencia comunitaria que supone reconocer que no somos hijos únicos, sino que el proyecto de Dios es la fraternidad universal y por eso solo podemos referirnos a Él como “nuestro”. Orar al modo de Jesús es un compromiso también con la justica y la reconciliación, Un compromiso que nos e basa en nuestras propias fuerzas, sino en el abandono, y en la confianza de Aquel que nos sostiene y cuida de nosotros en cada momento.

1.- ¿Qué representa para mí y qué importancia tiene en mi vida la oración del Padrenuestro?
2.- ¿Cumplo con todo lo que en ella pido?
3.- ¿Mi relación con Dios es una relación paterno-filial?

¡Ayúdame, Señor, a comprometerme con la justicia y la reconciliación en nuestro mundo!