9 DE JUNIO DE 2020
MARTES X DEL TIEMPO
ORDINARIO CICLO A.
(Segunda semana del
salterio).
¡Paz
y bien!
X Del Santo Evangelio según
san Mateo
(Mt.
5,13-16)
«Sois la sal de la
tierra. Sois la luz del mundo».
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero
si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y
que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una
ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para
meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a
todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres,
para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en
los cielos».
¡Buenos días!
La lectura del día de hoy no deja duda.
Siempre me ha llamado la atención cómo expresa Jesús este convencimiento que
tiene a cerca de nosotros. Jesús no nos dice “tenéis que ser…”, sino “sois”. “Sois
sal de la tierra y luz del mundo”, no deja lugar a dudas. No es un mandato,
podemos caer en la tentación de pensar que Jesús simplemente nos está mandando
lo que somos y debemos hacer sí o sí. Es algo que va mucho más allá. Jesús
confía tanto en nosotros, confía tanto en ti y en mí que nos tiene por “sal y
luz del mundo”. Jesús nos considera como tal. ¿No es hermoso que confíe de esta
manera en el hombre? Ciertamente lo somos y lo somos porque hemos entrado a
formar parte de su Reino y, desde ese momento, nuestra vida se ha de asociar
con Él. Sus valores han de ser los nuestros. Su voluntad, como siempre digo, ha
de ser la nuestra. Pero ¿concuerda? ¿Me identifico con la voluntad de Dios, con
su mensaje y con su amor?
Jesús, en este evangelio, usa tres símbolos
para definir nuestra identidad de seguidores suyos. Los tres tienen fuerza
descriptiva de lo que nuestra identidad cristiana debería ser.
En primer lugar, afirma que todos y cada uno
de nosotros “somos sal”. ¿Puede haber algo más insignificante y pequeño que un
grano de sal? Ésta aparece como un elemento humilde en la condimentación de los
alimentos. Sin embargo, cuando se funde en ellos logra darles un sabor
magnífico que la hace casi indispensable (y si no, que nos lo digan a los que
llevamos tantos años sin probarla, casi me atrevería a decir que, sin olerla,
como es mi caso). Pues bien, el grano de sal tiene que ser nuestro objetivo.
Tenemos que ser, es más, para Cristo “somos” sal. Ser auténticamente cristiano
conlleva en sí un efecto real en nuestra vida de cada día. Conlleva vivir desde
la fe, la esperanza y el amor; conlleva ser consciente de que la fe que nos ha
sido dada, la recibimos para expandirla. Para dar un tono nuevo a nuestra vida.
Y esto, no desde el ruido o desde actitudes llamativas. Ser sal es dejar que la
acción del Espíritu por medio de nuestra acción, discreta, humilde, pero real,
se expanda e impregne nuestra labor. Ha de ser como la sal. Su presencia pasa
desapercibida; solo su ausencia es notoria. Desde nuestra pequeñez, desde
nuestra humildad, desde nuestras limitaciones tenemos que intentar, mediante
nuestras obras, palabras y sentimientos, dar sabor a la vida de los demás, dar
sentido a nuestro prójimo, ser ese camino que como Cristo les lleve hasta el
Padre. Ser ejemplo de entrega, de justicia, de misericordia, de perdón. Ser
solidarios, acogedores, empáticos… todo esto hace que nos convirtamos en
personas que demos sabor al mundo, que le demos sentido. Todo esto hace que
nuestra vida sirva como punto de encuentro de mis prójimos con Dios. ¿Estamos
dispuestos a poner sabor a la vida de aquellos que nos rodean?
Pero Cristo, también, considero que “somos
luz”. Gracias a la luz podemos distinguir la realidad que nos rodea. Nos
facilita desenvolvernos en ella con facilidad. ¿Quién puede vivir a oscuras?
¿Quién puede ser feliz en la tiniebla? ¿Acaso no nos alegran más los días de
verano por sus extensas horas de luz que los cortos y oscuros días de invierno?
Ser luz para otros es dejar que los valores de Jesús se manifiesten en nuestra
vida y orienten nuestro camino. No caminamos en la noche. Seguimos a Alguien
que va con nosotros manifestando por dónde debemos seguir. Viviendo así nos
convertimos en luz para los otros. También facilitando a los demás el
conocimiento de este Jesús que a nosotros nos motiva. Hay muchos momentos en
que esto podemos llevarlo a cabo, desde nuestra relación más cercana, hasta
nuestra actitud general ante la vida y los acontecimientos. ¿Qué nos falta para
iluminar la vida de cuantos nos rodean? ¿Por qué me cuesta tanto dar testimonio
de Dios en mi vida? ¿Por qué me obstino en cumplir siempre mi voluntad por
encima de la de Cristo? ¿Acaso si doy testimonio de mí y de todo mi yo estoy
siendo fiel reflejo de Cristo? Dar testimonio de Dios es dejar que Cristo
modele mi vida y mis actos. Dar testimonio de Dios es que estos actos reflejen
la mano de Dios en mi vida, su pensamiento a través de los míos, sus
sentimientos a través de los míos, para que aquellos que entren en contacto
conmigo reconozcan que no soy sino Cristo quien vive en mí, como decía santa
Teresa.
Por último, Jesús nos dice que somo como “una
ciudad sobre un monte”. Como esa ciudad que no se esconde, sino que está a la
vista de todos. Otro símbolo fácil de entender. No cabe el ocultamiento. Es una
referencia a la verdad y sinceridad que ha de presidir nuestra vida. Ser
conscientes de que en todo momento estamos siendo observados. Nuestra vida no
puede ocultarse bajo la mentira o la doblez. Somos y debemos ser ese estandarte
que anuncie en medio de nuestro mundo la presencia de Cristo. ¿De qué sirve
decir que creemos en Cristo si después nos ocultamos por miedo a la crítica, al
qué dirán o al rechazo? ¿De qué sirve decir que seguimos a Cristo si lo que
verdaderamente revelan nuestros actos son mentiras y engaños? ¿Podemos servir a
Dios y a la mentira o a la doblez? ¿Puede un cristiano vivir en la tibieza?
En definitiva, como Cristo, que es signo de
contradicción porque manifiesta nuestras carencias a la hora de abandonarnos
por completo a la voluntad y de Dios y a la hora de vivir coherentemente la
vida propia de un cristiano, nosotros también tenemos que servir para poner de
manifiesto qué significa seguir a Cristo, qué debemos y cómo debemos vivir si
verdaderamente queremos hacer presente el Reino de Dios en medio de nuestro
mundo.
¿Somos
realmente conscientes de que nuestra condición de cristianos es como la sal, la
luz o la ciudad sobre un monte? Si no nos lo creemos, no podremos vivirlo. Si
no lo cuidamos ni vivimos ¿qué estilo de vida estamos llevando a cabo?
Si
no somos coherentes con la vida propia del cristiano, la sal se volverá sosa,
inservible. La luz se apagará. La ciudad será invisible para todos. No es lo
que Jesús espera de ti ni de mí.
RECUERDA:
La invitación del Evangelio a ser la sal y la
luz en medio de nuestros ambientes requiere hacerlo desde una profunda actitud
de respecto y humildad. Requiere hacerlo con una sensibilidad abierta para
captar las posibilidades que han en ellos. Si no lo hacemos así, podemos caer
en la tentación de creernos “salvadores” y situarnos en la realidad de forma
catastrofista y no esperanzadamente. El don de la fe requiere del testimonio y
la autenticidad de vida más allá donde está más amenazada y vacía de sentido.
La fe no es una virtud probada ni la Iglesia un club para selectos, sino que
conlleva una dimensión comunitaria y ciudadana que nos lleva a sumar luces y
sabores con todos aquellos cuyos valores se identifican con la utopía de Jesús,
sea cual sea su credo. Como aquellas comunidades cristianas ¿dónde y con
quiénes podemos sumar hoy la luz y la sazón que se nos regala?
1.- ¿Nos esmeramos en purificar nuestra vida
para que sea realmente eso que Jesús nos ha dicho que somos?
2.- ¿Llego a ser sal y luz del mundo? ¿Mis
obras me colocan como una verdadera ciudad en lo alto de un monte o me esconden
en la mentira, la doblez y la traición a Dios y a los demás?
3.- ¿Qué me hace falta para ser sal de la
tierra y luz del mundo?
¡Ayúdame, Señor, a identificar las luces que
señalan el Reino en nuestros ambientes para sumar a ellas las nuestras!