VIERNES DE LA III SEMANA.
TIEMPO ORDINARIO. CICLO A
¡Paz y bien!
Evangelio según san Marcos 4, 26-34.
En aquel tiempo, Jesús decía al gentío:
«El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega».
Dijo también:
«¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra».
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
Podemos comenzar diciendo que este evangelio de hoy choca de frete con la realidad que, en la actualidad, vivimos en nuestra sociedad.
No cabe duda, que vivimos inmersos en la cultura de la modernidad y de la posverdad. Todo aquello que no sale y, por lo tanto, no tiene visibilidad en los medios de comunicación de masas no sólo no existe, sino que, además, la realidad se inventa o se deforma en base a su visibilidad mediática. Hemos oído, en más de una ocasión, aquello de: “quien no está en las redes sociales no existe”. Pero la realidad es otra, totalmente, diferente. Casi siempre lo esencial empieza de forma imperceptible, sin darnos cuenta. Lo nuevo siempre nace pequeño y en vulnerabilidad, tiene forma de semilla. Por eso, porque no hay nada más esencial en nuestra vida que la fe, Cristo la presenta como un grano, incluso, llegará a decir que es como un grano de mostaza: ínfimo, minúsculo pero cuyo fruto es grande y robusto ¿nuestra fe es igual?
Mirad, hace tiempo que caminamos junto a Jesús. Hace tiempo, Pues, que nos hemos dado cuenta de que sin él no podemos nada, que somos capaces de hacer las cosas gracias a la fuerza que Él nos da. Gracias a ese Espíritu Santo que no nos abandona nunca, precisamente para que nuestros frutos sean grandes y robustos. Sean frutos de amor. Pero ¿dejamos que el Espíritu trabaje en nosotros? ¿Confiamos en Dios hasta el punto de dejarle que trabaje nuestras vidas como el alfarero trabaja el barro? Las parábolas del evangelio de hoy insisten en el papel de Dios. Es Él el que da el crecimiento, el que hace que la semilla del Reino de Dios vaya germinando después de que el sembrador haya echado la simiente en la tierra. En definitiva, que nosotros, junto con su ayuda, somos los trabajadores que tenemos que hacer que esa semilla vaya dando fruto. Sabemos por experiencia que lo nuestro es trabajar con él. Que él tiene su parte y nosotros la nuestra. Repito, que nosotros solos, con nuestras propias fuerzas no podemos hacer nada: “Sin mí no podéis hacer nada” nos recuerda Cristo en la Sagrada Escritura, por lo tanto, preguntante: ¿Él sigue siendo el protagonista de mi vida y de mi actuación? ¿Confiamos más en nosotros mismos que en su fuerza? A menudo caemos en el error de la vanidad, de la soberbia, del engreimiento y eso nos hace pensar que nosotros podemos hacerlo todo, lo cual tiene como resultado el fracaso. Ese fracaso que se apodera de nuestra vida porque nos apoyamos en factores externos que poco tienen que ver con Dios y que no tienen la fuerza necesaria para mantenernos fuertes en esta vida de fe y coherencia propia de los seguidores de Jesús. Una vida que, como experimentamos día tras día, si queremos vivir en coherencia es algo difícil que conlleva un esfuerzo diario por nuestra parte, ese trabajo del que hablábamos anteriormente en nuestra reflexión.
Tenemos que preguntarnos hoy, si queremos avanzar en este camino, cómo es nuestra confianza en el Señor. Si verdaderamente me dejo guiar por él, dejo que él actúe en mi vida para yo poder dar frutos de amor. O si, por el contrario: uno, “paso de él” viviendo mi propia vida y sin ayudarle, o dos; confío tanto en mí que no dejo que sea él quién me ayude a mí.
No podemos olvidar, tampoco que hay momentos en que los cristianos tenemos que parar en nuestra actividad evangelizadora, dormir de noche, sabiendo que “la semilla germina y va creciendo sin que el sembrador sepa cómo”. San Pablo nos dice lo mismo: “Pablo plantó, Apolo regó, pero el que da el crecimiento es Dios”.
Ojalá que dejemos a Dios hacer su tarea. Ojalá, que nosotros hagamos la nuestra: sembrar, abonar, cuidar la tierra sembrada, acoger a Cristo, cultivar la amistad con Él, seguir sus indicaciones, predicar y ser testigos de su evangelio, dormir, descansar. Además de la colaboración de los hermanos. No podemos olvidar que lo nuestro, siempre, es cosa de dos… ¡de Dios y mía!
RECUERDA:
1.- ¿Tengo fe aunque sea como un grano de mostaza?
2.- ¿Confío de tal manera en el Señor que dejo que me modele Él a mí como el alfarero modela el barro?
3.- ¿Le ayudo en la tarea de abonar la semilla del Reino de Dios en medio de nuestro mundo?
¡Ayúdanos, Señor, a ser sembradores de tu Reino! ¡Ayúdanos, Señor, a dejarnos ayudar y modelar por ti!