Viernes 10 de enero de 2020.
TIEMPO DE NAVIDAD - CICLO A -  AÑO PAR
¡Paz y bien!

Evangelio según san Lucas 4, 14-22.    

En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca.
Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan.
Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido. 
Me ha enviado a evangelizar a los pobres,
a proclamar a los cautivos la libertad,

y a los ciegos, la vista;
a poner en libertad a los oprimidos;
a proclamar el año de gracia del Señor».
Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.
    No puedo dejar pasar por alto, un día más, la lectura de la carta de san Juan que podemos leer como primera lectura de la liturgia de hoy. San Juan es muy muy claro. Si ayer nos invitaba a creer en Jesús y a amarle sobre todas las cosas a él y a los demás, hoy pone el acento en ese amar a los demás. Lo hace de una manera muy clara afirmando: “no se puede amar a Dios, a quien no ves, sino amas a tu hermano al que ves”. Por lo tanto, la pregunta es clara: ¿podemos afirmar contundentemente que amamos a Dios? Dicho de otra manera ¿amamos, verdaderamente, a nuestro prójimo? Amar a nuestro prójimo significa no hacer acepción entre aquellos que gozan de mi confianza y los que no, los que me caigan bien y los que no, mi amigos o enemigos. Si queremos amar a Dios tenemos que amar a nuestros hermanos y hermanas sin fisuras ni condiciones. Así, pues, ya encontramos aquí nuestro primer punto de reflexión de hoy.  
En cuanto al Evangelio, hoy, nos da pie para preguntarnos, una vez más, para qué vino Jesús hasta nosotros.
Una vez más, hay que decir que vino para quitarnos nuestros males, para dar la buena noticia a los pobres, la libertad a los cautivos, la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos. Dicho en positivo, para señaladnos el camino del bien. Todo ello para que vivamos, ya en la tierra, una vida donde la alegría, el sentido, la esperanza ocupen un lugar preferente, antes de resucitarnos, después de nuestra muerte, a una vida de total felicidad.
    Así, pues, si Dios vino para que yo pueda vivir feliz, ser feliz y tener la dignidad que él ha querido para mí, y a su vez, yo estoy llamado a dar la vida por mis hermanos… ¿trabajo yo también por devolver la dignidad y la felicidad a mi prójimo?
    Como podemos comprobar el evangelio va intrínsecamente unida a la carta de san Juan que he comenzado comentando, puesto que si yo amo a mi hermano tengo que trabajar por devolverle la felicidad y dignidad que por nuestro pecado hemos perdido, en definitiva, Jesús me quiere como colaborador suyo para hacer patente el Reino de Dios en este mundo.
    ¿Y qué debo hacer para conseguir esto que Dios me propone: ser colaborador suyo en la implantación del Reino de Dios de este mundo? Pues la respuesta me la da, también, el evangelio: “fijar los ojos en Jesús”. ¿Qué significa esto? Lo que venimos repitiendo en este tiempo de Navidad y que ya pedíamos en el Adviento: hacer de Jesús, de la Palabra de Dios hecha hombre, el principio y fundamento de nuestra vida. Que él sea la fuente de todas mis acciones, pensamientos y palabras de modo que mi obrar sea el propio de aquella persona que quiere llegar a ser Reflejo de la luz de Dios, reflejo de esa luz que es Cristo.
    Si yo pongo mis ojos en él, sabre amar sin límites, perdonar sin límites y entregar mi vida por los demás sin límites; esto se traduce en: acoger, alegrarme de los éxitos ajenos, perdonar, padecer con los demás… en definitiva seguir el camino que Jesús empezó en este mundo: el camino del anonadamiento, del negarse a uno mismo, de “perder la vida por Dios y los demás, para lograr ganar la Vida que Dios quiere para todos y cada uno de nosotros”.
    Debemos recordar que Jesús no vino al mundo como “Dios manda”, esto es: con todos los honores propios de un dios o de un rey, sino que se hizo esclavo por nosotros.
Todo su poder divino lo empleó para predicarnos el amor y no en rodearse de medios espectaculares. Quiso decirnos que nos quería y que le hiciésemos caso en el camino del amor que nos proponía. Llegó, como dice san Pablo, hasta hacerse nuestro esclavo, llegó hasta arrodillarse delante de sus apóstoles y de nosotros, para que le hiciésemos caso. “Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis otro tanto”. Eso lo que nos pide Jesús: que le hagamos caso para gozar de “vida y vida en abundancia”.
¿Estoy dispuesto a seguir este camino? 
RECUERDA:
1.- ¿Amo a los demás como Dios me ama a mí? ¿Puedo decir que amo a Dios?
2.- ¿Estoy convencido de querer seguir el camino del amor que Jesús me propone y que no es otro que el camino de dar la vida por los demás?
3.- ¿Qué lugar ocupan los demás en mi vida?
¡Gracias, Señor, por invitarnos a “humanizar” la vida contigo y “a tu modo”!