Jueves 9 de enero de 2020.
TIEMPO DE NAVIDAD - CICLO A - AÑO PAR
¡Paz y bien!
Evangelio según san Marcos 6, 45-52.
Después de haberse saciado los cinco mil hombres, Jesús enseguida apremió a los discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran hacia la orilla de Betsaida, mientras él despedía a la gente. Y después de despedirse de ellos, se retiró al monte a orar.
Llegada la noche, la barca estaba en mitad del mar y Jesús, solo, en tierra.
Viéndolos fatigados de remar, porque tenían viento contrario, a eso de la cuarta vigilia de la madrugada, fue hacia ellos andando sobre el mar, e hizo ademán de pasar de largo.
Ellos, viéndolo andar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y dieron un grito, porque todos lo vieron y se asustaron.
Pero él habló enseguida con ellos y les dijo:
«Animo, soy yo, no tengáis miedo».
Entró en la barca con ellos y amainó el viento.
Ellos estaban en el colmo del estupor, pues no habían comprendido lo de los panes, porque tenían la mente embotada.
El evangelio del día de hoy me ha trasportado un rato grande a ese mar de Galilea donde sucedió el hecho que Marcos nos relata. Ese mar extenso y precioso que todos los que hemos tenido la suerte de atravesar sabemos, bien, que envuelve con su belleza. Pero no me ha transportado, sólo, el recuerdo de la travesía de este mar de Galilea, sino toda la escena que aquí se relata. Era de noche, viento en contra, los discípulos solos, cansados… ¡tienen miedo!
¿Cuántas veces en mi vida me he sentido sólo, sin ser capaz de ver la presencia de Dios en mi vida? ¿Cuántas veces he sentido miedo porque todo parece estar en mi contra? ¿Cuántas veces me ha tenido que decir Jesús: “Ánimo, soy yo, no tengas miedo”? ¡MUCHAS! ¡MUCHÍSIMAS! ¡TAL VEZ, DEMASIADAS!
Esto es, precisamente, lo que el evangelio de hoy quiere poner de relieve y quiere que nos cuestionemos: ¿cómo es nuestra confianza en el Señor?
Nuestra vida está llena de esos momentos que son difíciles, que nos sentimos solos, cansados de remar contra el viento. Esos momentos en los que nos cuesta reconocer la presencia de Dios en nuestra vida y, poco menos, pensamos que estamos solos, al igual que los discípulos que porque no sentían cerca la presencia de Jesús, en medio de la barca, se sentían cansados y abatidos. Eso nos ocurre a nosotros frente a los momentos de enfermedad, desconcierto, falta de trabajo, estrecheces económicas… Esos momentos en el que alguien querido nos falla, nos hace daño. Esos momentos en los que somos incapaces de perdonar, o incluso, de ser perdonados. En definitiva, esos momentos en los que pensamos que Dios nos ha abandonado porque las cosas no funcionan como nosotros estábamos esperando, o como nosotros desearíamos que sucediesen.
Sin embargo, Marcos nos está recordando que, incluso en esos momentos de noches oscuras, Jesús no nos abandona nunca, que el Hijo del Hombre que ha venido a nuestro encuentro, está siempre pendiente de nosotros, ayudándonos, protegiéndonos, dándonos las fuerzas necesarias para seguir adelante, en definitiva: velando por nosotros, para que siempre vivamos con la dignidad y la felicidad que él nos ha proporcionado.
El problema radica en que, muchas veces, ponemos nuestra esperanza no en él, sino en nuestras propias fuerzas y seguridades, en nosotros mismos o en cosas externas a Dios: dinero, trabajo, bienestar, en los otros… y cuando esto falla, toda nuestra vida se desvanece como si de un castillo de naipes se tratase.
Por lo tanto, en el día de hoy, pregúntate, dónde está puesta tu confianza. Pregúntate qué lugar ocupa Dios en tu vida y, sobre todo, pregúntate, si confías en él lo suficiente como para remar “mar adentro de tu vida” sin tener ese miedo que nos paralice, que nos impida avanzar hasta llegar a Dios.
Cuando esto te ocurra, cuando te sientas en medio de una noche ventosa y con todo en contra, no desfallezcas y recuerda que es Cristo quien te llama cada día, quien sujeta tu vida. Y para eso, nada mejor que refugiarnos día tras día en la oración.
Me gusta ese detalle que Marcos narra en su evangelio: tras haber despedido a la gente, después de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús se marcha a la montaña a orar, a estar con el Padre. Siempre he pensado que se marchaba para pedirle la fuerza necesaria y poder seguir actuando en su nombre, para no perder la cercanía con Aquel que lo envió a este mundo para nuestra salvación. Estoy seguro, que, en medio de esa oración, también hubo un momento, le pidió que le alejase de la tentación de enorgullecerse. Jesús era alabado como el Mesías tras la multiplicación de los panes y los peces, la gente quería hacerlo rey y, como verdadero hombre que era y que había sido tentado en más de una ocasión, estoy convencido de que no quiso caer en la tentación de vanagloriarse, de creerse la mejor persona que había pisado esta tierra, como a muchos de nosotros nos puede ocurrir cuando nos alaban y exaltan de esa manera.
En definitiva, que gracias a la oración Jesús evitaba no sólo las tentaciones, sino que además vivía, siempre, cerca de Dios para poder ser luz y guía para los demás.
Eso es lo que nosotros debemos hacer también. Ponernos, SIEMPRE Y EN TODO MOMENTO, en oración para hacer de Jesús el principio y fundamento de nuestra existencia, de modo que no sintamos la tentación de sentirnos abandonados por él.
RECUERDA:
1.- ¿Me siento abandonado por Jesucristo en mi vida?
2.- ¿Recurro a la oración para fortalecer mi vida y mis obras y así darme por completo a los demás?
3.- ¿Confío, verdaderamente, en el Señor?
¡Ayúdanos, Señor, a confiar y a arriesgar por amor como tú!