1 DE JUNIO DE 2020

LUNES IX DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A.
(Primera semana del salterio).

BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA, memoria obligatoria.

¡Paz y bien!

Del Santo Evangelio según san Juan
(Jn. 19, 25-34)


“Ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre”.


Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre».
Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio.
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed».
Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca.
Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.

      

Hoy es uno de esos días que espero con gran entusiasmo. Celebrar una memoria o fiesta de la Virgen María no sólo me entusiasma, sino que, además, me enorgullece y satisface a partes iguales.
Celebrar a la Virgen significa celebrar a nuestra madre y maestra y todos sabemos la importancia que tienen o que deberían tener las madres en nuestras vidas. Las madres son las que nos traen al mundo, nos dan la vida. Nos abrazan desde el primer llanto de nuestra vida. Se desvelan ante nuestros sufrimientos y necesidades; nos conocen mejor que cualquier otra persona. Saben bien qué necesitamos en cada momento. Luchan por sus hijos, trabajan por sus hijos y me vais a permitir que afirme que: viven por y para sus hijos. Una madre es lo más importante que tenemos los seres humanos y por eso, celebrar a la Virgen tiene que ser para nosotros un motivo de alegría pues no sólo ponemos de manifiesto el amor por la Madre de todas las madres, sino que, además, ponemos al alza el valor de la figura de todas y cada una de nuestras madres.

       Si una madre se desvela por sus hijos, se alegra por sus hijos, educa, enseña a sus hijos y vive para sus hijos ¿qué no hará María por cada uno de nosotros? ¿Os habéis parado a pensar la suerte que tenemos los cristianos de tener una madre con la Virgen María a quien hoy celebramos como Madre de la Iglesia? María es la Madre de todos los cristianos, de todos los que, desde nuestra libertad, hemos decidido seguir a Cristo en nuestra vida y con nuestra vida. María es la Madre de todos los hombres y mujeres de nuestro mundo, porque francamente: ¿alguien piensa que una madre puede abandonar a aquellos hijos que no tienen la suerte de haber experimentado a Cristo en su vida? ¡NO! María, Madre y Maestra nuestra no desamparan a nadie. Su amor, que siempre ha demostrado tener como principio y fin al propio Dios, es un amor Universal que le lleva a no abandonarnos en ningún momento. De hecho, os habéis parado a pensar: ¿qué mujer más entregada era la Virgen, cuando tras ver morir en la cruz a su hijo, solo y abandonado, no le importa recoger a los apóstoles, uno a uno, tras salido corriendo y dejando solo a Jesús y los mantiene unidos en oración? Ese perdón que ejerce María, como vemos en el Evangelio de hoy, ese amor por cada uno de nosotros es el amor que una madre siente por sus hijos. Un amor que perdona, que no lleva cuentas del mal, un amor que se entrega hasta el extremo por los demás. Un amor puro y limpio, como pura y limpia fue María y toda su existencia. Por ello María se convierte, no sólo, en Madre y Maestra de la Iglesia.

       La joven de Nazaret tiene que ser para nosotros ejemplo de entrega a Dios. Nadie como ella supo aceptar su Palabra. ¿Os acordáis el día de la Anunciación cómo fue capaz de negarse a sí misma y decirle a Dios: “Hágase en mí según tu Palabra? ¿Acaso mi entrega es tan fuerte como la suya? ¿Acaso mi amor a Dios es tan ilimitado como el amor de María? ¡Cuánto nos queda por aprender de esta gran mujer! En cambio yo, siempre le pongo pegas al Señor; le pido cosas a cambio, no tengo suficiente (casi nunca) con lo que me da.. y ella, María, entrega toda su vida a la Voluntad de Dios, lo vive con alegría y entrega y sin pedir nada a cambio ¿Llegaremos nosotros a esa altura de miras?

       María, nuestra Madre, la Madre de la Iglesia, tiene una actitud ejemplar al pie de la cruz mientras ve morir a sus hijos inocentemente como un vulgar delincuente. Ella no se enfada con quienes lo han llevado hasta allí. María no reprocha a Dios en ningún momento tanto sufrimiento (sólo una madre que haya perdido a un hijo entenderá tanto dolor como el que sentía María) más bien al contrario, le pide a Dios que perdone a quienes matan a su hijo porque no saben lo que hace, siempre he pensado que se une a esta oración de Jesús instantes antes de morir. María vive desde la alegría su entrega porque vive confiando plenamente en Aquél que es el Autor de la Vida. ¿Es mi fe, una fe tan fuerte como la suya? ¿Vivo mi entrega a Dios con la misma alegría que ella? ¿Dudo de la presencia de Dios en mi día a día cuando estoy viviendo aquello que no me gusta o que preferiría no tener que afrontar? ¡Cuánto nos queda por aprender de esta gran mujer! Ella ejemplo de entrega, obediencia y fe tiene que iluminar cada uno de nuestros días.

       María acepta a Juan, como hemos leído. En esa aceptación del discípulo amado va implícitamente unida nuestra propia acogida. María, hoy, nos acoge a ti y a mí, como acogió a Juan. Nos acoge para no abandonarnos jamás, para mostrarnos el camino por el que llegar a su hijo Jesucristo, nos acoge para interceder ante Dios por cada una de nuestras necesidades, nos acoge para que tú y yo, un día, lleguemos a convertirnos en ejemplo de fe, entrega y oración para los demás como ella lo es para nosotros. ¡Esto es celebrar la fiesta de la Virgen! Celebrar la memoria de María es poner de manifiesto la grandeza de Aquella que aceptó la Voluntad de Dios sin pedirle nada a cambio, viviéndose y desviviéndose por su hijo. Es poner de Manifiesto que los cristianos tenemos la mejor madre que podíamos aspirar a conseguir: una madre que nos muestra de manera constante qué camino y cómo debemos transitarlo para llegar cada día a Dios. ¡Gracias María por acogernos como hijos tuyos! ¡Gracias María por ser mi Madre y Maestra! ¡Gracias por ser el ejemplo de cristiano que debo llegar a ser en mi vida!

RECUERDA:

Tener una madre es esencial para el género humano, para cada hombre y aún para Dios que la necesitó al encarnarse. El sentido de una Madre es reconocer las Manos de Dios acunando tu ser totalmente dependiente y frágil, haciéndose seno que permite desarrollar lo que Dios ha engendrado. También es evidente que la Iglesia es Madre porque realiza, en nombre y de parte de Jesús, la tarea maternal con todos y cada uno de nosotros. Es admirable el sentido eclesial de María; la presencia de Ella en cada cristiano, hace de la Iglesia Universal, porque la Madre siempre recoge y aglutina, une y ampara viviendo lo que toque de lucha y misterio, de dolor y gozo, de vida y verdad. Ella, inerte al pie de la Cruz, es capaz de recoger el Testamento de Jesús, de seguir su Misión, de saltar a la Vida que Jesús deja al exhalar su Espíritu en la cruz. Ese mismo Espíritu que nunca nos faltará, porque ahí está cuajando la Iglesia que en Pentecostés tiene la “salida oficial” pero que ya estaba hirviendo en los discípulos.

1.- ¿Acojo a María como Madre mía? ¿Y como Maestra de fe, entrega y de confianza en el Señor?
2.- ¿ES mi fe tan fuerte como la de la Virgen? ¿Y mi entrega, es tan contundente como la de María?
3.- ¿Llegaré a convertirme como ella en madre o padre de los demás?

¡Ayúdame, Señor, a decirte cada día, como María: “Hágase en mí según tu Palabra” de modo que acoja como María a todos tus hijos convirtiéndolos en hijos míos también, de manera que ninguno me sea ajeno!



31 DE MAYO DE 2020

DOMINGO DE PENTECOSTÉS. Solemnidad.

FINAL DEL TIEMPO PASCUAL
CICLO A

¡Paz y bien!

Del Santo Evangelio según san Juan
(Jn. 20, 19-23)


“Como el Padre me envió, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo”.


Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

      

Hoy es el día en el que los cristianos recibimos el Espíritu Santo. ¡Hoy celebramos Pentecostés! Ponemos el punto final a cincuenta días enormemente importantes para los cristianos, ponemos el broche de oro a las fiestas de la Resurrección de Cristo y lo hacemos siendo objeto de su promesa cumplida. Jesús que nos dijo que no nos abandonaría jamás, que estaría con nosotros hasta el final de nuestros días, vuelve a cumplir su Palabra y nos entrega al Paráclito, a Aquél que nos va a dar la fuerza necesaria para poder seguir adelante con nuestra misión de dar a conocer su mensaje, de perdonar los pecados, de amar a los demás y de convertirnos en mensajeros y testimonios del amor de Dios en nuestras vidas.

Hoy, el Hijo de Dios nos ha sorprendido cumpliendo esa promesa que nos hizo antes de ascender al Padre. Y el Espíritu se hace notar. Cambia la tristeza en alegría, los recuerdos de dolor, fracaso y traición en perdón, abre las puertas que había cerrado el miedo, nos hace entendernos a todos y por todos. Y pone en nuestros corazones el deseo imperioso de contar lo que habían visto y oído de Jesús. Pone en nuestros corazones el compromiso de seguir haciendo todo aquello que le hemos visto hacer durante su vida pública. Así, de la misma manera que, de aquel grupo de apóstoles miedosos, amedrantados e indecisos surgió gracias al Espíritu una comunidad unida en el recuerdo y el seguimiento de Jesús, pese a sus diferencias de personalidad, de trayectorias vividas y de dones recibidos, de nosotros, de los cristianos de este siglo XXI tiene que surgir, también, una comunidad que evangelice a todos los pueblos y culturas, sin pretensiones ni exclusiones. No puede ni debe nacer hoy una secta ni una organización más. Hoy, gracias a este Espíritu recibido, debe nacer la comunidad de Jesús, la Iglesia, la que debe continuar en el tiempo la misión amorosa del Resucitado. ¿Estamos dispuestos a ello? ¿Qué puede frenar en nosotros esa entrega a tan distinguida petición que Jesús nos hizo de dar imagen del amor de Dios en nuestra vida? ¿Acaso no confiamos lo suficiente en el Espíritu Santo?

A partir de ahora no tiene sentido vivir desde el miedo. Tenemos que abrirnos al futuro con la seguridad de que Dios está de nuestro lado y no nos abandona nunca. No podemos pensar que con solo conservar el pasado estamos siendo fieles al evangelio y garantizando nuestra fidelidad, pues el instinto de conservación es señal del miedo. Miedos a la creatividad teológica, las reformas litúrgicas y lenguajes atrasados que no comunican ni ayudan a celebrar nada. Miedo a defender los derechos humanos. Miedo a las tensiones y conflictos que implica ser fieles al evangelio: nos callamos cuando no debíamos, hablamos para defendernos y vivimos una adhesión rutinaria y cómoda. En el fondo, es miedo a hacer lo que hacía Jesús: acoger a los pecadores misericordiosamente, reconciliar y no juzgar ni condenar, romper hielos razonables, con el amor asimétrico de Jesús y, un largo etc…

Cuantos más medios tenemos para afrontar la vida, más miedos nos paralizan y crecen en nuestra vida. Hay inquietud y desazón por los cambios tan rápidos que se dan en nuestra sociedad, por el individualismo, el pragmatismo y la insolidaridad tan exagerada. Hay una angustia disfrazada y solapada, que suele estar ligada al sinsentido de la vida y el miedo al dolor, la muerte, por esa falta de sentido, dispersión y desorganización de la vida. La COVID-19 nos ha dejado muy bloqueados, y con razón, precisamente porque confiábamos más en nosotros mismos que en el propio Dios y esa “tranquilidad” con la que vivíamos gracias a que pensábamos que “el hombre lo dominaba todo” se ha perdido. Ahora es un momento perfecto para volver a poner nuestros ojos, nuestra mirada y confianza en el Señor, en Dios nuestro Padre, en ese Hijo que murió por nuestros pecados y en ese Espíritu Santo que hoy recibimos y que es nuestra fortaleza.

Donde crece el miedo se pierde de vista a Dios, se ahoga la bondad que hay en las personas y la vida se apaga y entristece. Es importante no perder la confianza en Dios. Si el Dios manifestado en Jesús nos da miedo, no hemos entendido gran cosa. El Dios de Jesús nos quita el miedo a Dios con su imagen tan humana y cercana que nos proyecta.
Solo el espíritu del Resucitado, aclarará nuestra confusión, falta de entendimiento, comunicación y entrega. En un mundo contaminado y con alergias, necesitamos aire puro que nos aclare por dentro y por fuera; nos dé valor para testimoniarle, fuerza para no silenciarle, respetando; valor para acompañar, tocar y curar las llagas de nuestros entornos. ¿A qué podemos seguir teniendo miedo?

RECUERDA:

La celebración de Pentecostés cierra el ciclo de la Pascua. Aunque el libro de los Hechos sitúa esta fiesta cincuenta días después (Hch. 2, 1-11), Juan ubica el don del Espíritu en un contexto pascual. La Resurrección y la recepción del Espíritu constituyen una unidad inseparable, ya que a partir de la primera, la presencia de Cristo en el corazón humano y en el mundo es por medio de su Espíritu. Su aliento es la fuerza y el ardor que nos empuja a comprometernos con él en la transformación del mundo y en nuestra propia transformación interior. Como los discípulos, también nosotros podemos cerrarnos por dentro y por fuera a la realidad desconcertante de nuestro momento histórico, al cambio de época que estamos atravesando y que nos urge a acogerle en nuevas realidades y lenguajes y a la universalización y la creatividad del Evangelio desde los últimos.

1.- ¿Cómo he vivido este tiempo de Pascua?
2.- ¿Estoy abierto al Espíritu de Cristo para cumplir con su mandato de predicar por el mundo entero su Evangelio?
3.- ¿Qué dudas y miedos me impiden avanzar por este camino? ¿Qué dones del Espíritu Santo necesito para seguir adelante?

¡Ayúdame, Señor, a no dejar de lado mi deber de darte a conocer al mundo entero!  


30 DE MAYO DE 2020

SÁBADO VII DEL TIEMPO DE PASCUA
CICLO A

¡Paz y bien!

Del Santo Evangelio según san Juan
(Jn. 21, 20-25)


“Tú sígueme”.


En aquel tiempo, Pedro, volviéndose, vio que los seguía el discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?»
Al verlo, Pedro dice a Jesús:
«Señor, y éste, ¿qué?»
Jesús le contesta:
«Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme.»
Entonces se empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?»
Este es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero.
Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo podría contener los libros que habría que escribir.

      

Con este capítulo concluye el evangelio de Juan. Un fragmento del capítulo 21, el que hemos leído hoy, que tiene una proposición muy clara: “Tú sígueme”. Redunda Jesús en esa petición que ya pudimos ver ayer le hacía a Pedro cuando le preguntó hasta en tres ocasiones si le quería. Hoy, retoma su petición y le vuelve a decir que le siga. Si ayer decíamos que con la pregunta de si le amaba o no, no sólo se dirigía a Pedro, sino que también nos la proponía a nosotros, hoy ese llamamiento no solamente tiene como destinatario a Pedro, sino a todos y a cada uno de nosotros. Por lo tanto, la pregunta de este día no se hace esperar: ¿estamos dispuestos a seguirle? ¿Queremos seguir a Jesús?

       Jesús nos conoce bien, sabe nuestras limitaciones, nuestras bondades y pecados. Sabe que nos podemos dejar arrastras por nuestros apegos, comodidades, egoísmos… Sabe bien que nuestro orgullo, vanidad, rencor… pueden alejarnos de los demás, incluso de Él mismo. Lo sabe, puesto que nos dio la vida y nos conoce muy bien, pero no duda. No duda en pedirnos que, si queremos, siempre si queremos desde nuestra libertad, le sigamos. Nos convirtamos en testigos fieles de su amor, de su vida, de su verdad. Nos pide que si queremos, le encarnemos en medio de nuestro mundo con el firme propósito de hacerlo presente en medio de nuestro mundo. A Jesús no le importa que Mateo sea un recaudador de impuestos, que Pedro le vaya a negar momentos antes de la cruz. No le importa que Judas le traicione… Jesús sólo mira el infinito amor y la inconmensurable misericordia con la que nos trata. ¡Sólo eso! Jesús mira que somos hijos de un mismo Padre, Dios nuestro Señor. Mira que todos tenemos la misma dignidad y que por lo tanto, como creaturas amadas del Padre tenemos todos el mismo derecho a recibir su amor y su perdón. El mismo derecho de recibir la Vida Eterna que habíamos perdido por nuestros pecados. Jesús quiere que nos salvemos, quiere que todos se salven y por eso hoy nos pide que le sigamos. ¿Somos capaces de vencer todas las tentaciones que impiden que seamos capaces de seguirle con todas las consecuencias?

       Es importante que, al igual que él nos conoce perfectamente, nosotros nos conozcamos bien. Es importante que nos reconozcamos pecadores, que nos sepamos limitados. Es importante que seamos capaces de saber qué puntos débiles llenan nuestra vida de incongruencias. Y no sólo saberlo, es importante reconocerlos y aceptarlos. Cada uno de nosotros tiene que aceptar su propia biografía para saberse necesitado del amor de Dios de una manera constante de modo que nuestra vida deje de ser cuanto nosotros deseamos en cada momento y pasase a convertirse un hacer constante la Voluntad de Dios en nuestra vida. Esto tiene que recordarnos aquellas palabras de Jesús cuando le dijo al paralítico tras su curación: “coge tu camilla y sígueme”. Ese tiene que ser nuestro late motive. Aceptar nuestra vida, acogerla, ofrecérsela al Señor y seguirle. Seguirle para encarnar su amor en medio de nuestro mundo, en medio de un mundo que necesita con emergencia reconocer el Amor sin limites de Aquél que nos ama tanto que entrega su vida por nuestra salvación.

       Siempre lo digo. Es muy difícil. Soy consciente, pero Jesús nos recordaba la semana pasada que no estábamos solos. Jesús nos advertía que, aunque, él subía al Padre no nos íbamos a quedar solo puesto que nos mandaba su Espíritu para tener la fuerza necesaria para seguir adelante cada día con esta tarea encomendada por él y libremente aceptada por nosotros. Pronto, llegará Pentecostés, pronto recibiremos ese Espíritu que, si nos abrimos sin cortapisas a él, nos dará la fuerza necesaria para llevar a cabo esta misión de seguirle. La misión de vivir haciendo presente en medio de nuestra sociedad el Amor que Dios nos tiene. Si Cristo no nos abandona, si el Espíritu Santo nos da la fuerza necesaria para seguir cada día adelante, si Dios está de nuestra parte ¿qué más necesitamos para convertirnos en “otros cristos” en medio de nuestro mundo? ¿Qué pecados, debilidades y límites debemos superar para hacer realidad en nuestras vidas ese seguimiento que hoy nos propone?

RECUERDA:

El evangelio de Juan termina con este capítulo que hemos leído hoy. Capítulo que fue añadido posteriormente en la redacción definitiva. Tiene un carácter de colofón y de provocación al seguimiento desde la singularidad de cada uno de los discípulos. Como a ellos, Jesús nos invita hoy a seguirle desde nuestras biografías y desde nuestras cotidianidades concretas y desde la diversidad que nos constituye. El evangelio es obra de un testigo y, al igual que él, nosotros hoy somos urgidos con la fuerza del espíritu del Resucitado a encarnarlo en nuestros ambientes. Conscientes de que la gratuidad y la desmesura de Jesús en sus gestos y palabras no pueden ser contenidas en ningún libro, es en el libro de nuestra propia vida donde somos llamados a narrar lo que de él se nos va regalando por el camino.

1.- ¿Cómo he vivido este tiempo de Pascua?
2.- ¿Qué respondo yo a Jesús cuando me dice: “Tú sígueme”? ¿Qué pecados y limitaciones tengo que me impiden seguirle como él espera de mi?
3.- ¿Cómo es mi seguimiento a su propuesta?

¡Ayúdame, Señor, a narrar el Evangelio con la vida desde lo más auténtico de cada persona!   

29 DE MAYO DE 2020

VIERNES VII DEL TIEMPO DE PASCUA
CICLO A

¡Paz y bien!

Del Santo Evangelio según san Juan
(Jn. 21, 15-19)


“Apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas”.


Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer, le dice a Simón Pedro:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?».
Él le contestó:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice:
«Apacienta mis corderos».
Por segunda vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?».
Él le contesta:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Él le dice:
«Pastorea mis ovejas».
Por tercera vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?».
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: «¿Me quieres?» y le contestó:
«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice:
«Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras».
Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió:
«Sígueme».

      

¡Qué texto más bello el que nos presenta hoy san Juan! Este diálogo de Jesús con Pedro pone de manifiesto la importancia que para el Resucitado tiene el amor en esta vida.

Jesús nos conoce a fondo, conoce a fondo el corazón humano y, conoce a fondo, nuestras necesidades más profundas. Sabe muy bien que el impulso, la necesidad más espontánea y más fuerte del corazón humano es el amor, la caridad. Lo que el ser humano desea es amar y ser amado, para eso ha sido diseñado. Por todo esto, Jesús se pasó toda su vida predicando que lo primero y principal es el amor, amar Dios, al prójimo y a uno mismo. Y como sabe que es difícil amar si uno no se siente amado, nos gritó que él nos ha amado y nos ama “hasta el extremo”, hasta el extremo da gastar su vida en favor nuestro. Si él no nos ama no podremos amar a Dios y a los hermanos. ¿Tenemos claro este punto? ¿Experimentamos el amor de Dios en nuestras vidas?

El amor tiene que ser el sentimiento predominante cada uno de nuestros días. Amar al estilo de Jesús tiene que ser nuestra máxima si verdaderamente queremos ser verdaderos discípulos suyos, verdaderos testigos de su Misericordia en nuestras vidas y ayudar a los demás a que ellos, también, le conozcan y puedan experimentar este amor del que estamos hablando: el amor de Dios.

       No podemos olvidar que el amor de Dios es un amor sin límites, sin cortapisas, un amor que le lleva a acoger a todo el mundo por igual en su vida, un amor sin favoritismos, ni intereses, un amor sin codicias ni beneficios personales. Un amor que le lleva hasta la muerte para que todos nosotros podamos vivir la Vida que Él nos ha regalado.
Por lo tanto, si nosotros queremos experimentar con los demás el hecho de amar en nuestra vida como Dios lo hizo con nosotros, tenemos que amar sin favoritismos. Amar sin prejuicios, sin juicios, ni críticas. Tenemos que olvidarnos de nosotros mismos y mirar las necesidades de los demás. Si queremos amar en clave de Dios tendremos que respetar a los demás, acoger a los demás, pensar en los demás y vivir por y para los demás. No tener enemigos ni, tampoco, favoritos. El amor de Dios es un amor sin límites, universal, desinteresado y, sobre todo, misericordioso. Saber perdonar, saber acoger, tolerar, negarse a sí mismo… son ejemplos de lo que significa amar del mismo modo que lo hizo Cristo con nosotros y eso, eso lo que nosotros debemos proponernos a lo largo de nuestra vida si verdaderamente queremos ser personas que se configuran a imagen y semejanza de nuestro Creador.

       Esto es difícil, no cabe duda, somos personas imperfectas, limitadas, pecadoras… Jesús lo sabe y a pesar de conocerlo no le importa. Jesús se entrega por completo y confía en nosotros para encomendarnos la tarea de seguirle si es lo que queremos hacer desde nuestra libertad. El texto de hoy es un ejemplo perfecto de ello.

       No es baladí que le pregunte a Pedro hasta en tres ocasiones que si le ama. A lo largo de este capítulo de san Juan podremos ver cómo Pedro vive un proceso de conversión en su vida. Como pasa de no conocer a Jesús, a conocerle. Como pasa de conocerle a seguirle y cómo de seguirle a dar su vida por él, a pesar, incluso, de sus limitaciones, faltas de fe, de entendimiento y las famosas negaciones. Tres son las veces que, hoy, le pregunta Jesús si le ama, tres serán las veces que Pedro le niegue momentos antes de ser crucificado el Viernes Santo. Ese paralelismo nos demuestra cómo Pedro hace lo posible e imposible para seguir a Jesús férreamente, aunque, en ocasiones, sus limitaciones le lleven a alejarse de esa contundencia con la que hoy contesta.

       No podemos quedarnos instalados en el hecho de las negaciones. Las negaciones no paralizan a Pedro en su seguimiento a Jesús. Pedro se entristece cuando canta el gallo y se da cuenta de lo que ha hecho, pero esa pena, esa tristeza le lleva a darse cuenta de lo que ha sucedido, le lleva a darse cuenta de que su proceso de conversión tiene que seguir adelante y, asumiendo su realidad pecadora, decide continuar dando con su vida testimonio del amor de Dios. Ve en el pecado una posibilidad para seguir hacia delante y ser cada día mejor. ¿No es hermoso? ¡Ojalá nosotros fuésemos, también, tan humildes de asumir nuestras debilidades y desde ellas construir un seguimiento más fuerte a Dios!
El propio Cristo conoce esas debilidades. Sabe que, aunque nos mostremos fuertes, caeremos en contradicciones e incluso llegaremos a nos seguirle siempre, pero no se aleja de nosotros. Cristo, a pesar de esto, no nos quita su confianza y nos dice: “sígueme”. A pesar de nuestros pecados, cada día nos da la oportunidad de vivir unidos a él, trabajando por instaurar el Reino de Dios en medio de nuestro mundo. ¿No nos damos cuenta de que no nos trata como merecen nuestras culpas? Entonces ¿por qué nos cuesta tanto ser agradecidos con él y no le seguimos como merece? Sabe que le negamos y no nos lo tiene en cuenta ¡eso es perdonar! ¡eso es aceptar las limitaciones de los demás! Tenemos tanto que aprender…

       El amor a los demás y a nosotros mismos (no entendido como egoísmo sino como la mejor manera de conocernos e intentar cada vivir más unidos a Dios) tiene que ser una constante en nuestras vidas. Un amor que no lograremos alcanzar si verdaderamente y ante todo no amamos a Dios sobre todas las cosas, poniéndole como Principio y Fundamento de nuestras vidas. Amar a Dios es no anteponer nuestros placeres y beneficios, nuestras ansias y anhelos a aquello que nuestro Creador nos pide. Amar a Dios es poner nuestra vida en sus manos con total confianza, sabiendo que todo aquello que nos pide en cada momento es lo que más nos conviene. Amar a Dios es aceptar siempre su voluntad. ¿Estamos dispuestos a amarle de esta manera? ¿Podríamos decirle cada uno de nosotros como Pedro, hasta en tres ocasiones: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”?

RECUERDA:

A lo largo del capítulo 21 de este evangelio, la figura de Pedro aparece en paralelo a la de Juan, el discípulo amado. Su autoridad se fundamenta en su amor probado hacia Jesús por su propia debilidad y límite, de modo que su triple confesión remite a su triple negación en el evangelio de Mateo (Mt. 26, 69-75) y a su proceso continuo de conversión. Por eso la figura de Pedro nos resulta tan terriblemente humana. Su grandeza radica en que sus caídas no le hunden en la culpa ni en su imagen rota, porque pese a sus contradicciones, temores y la “ruptura de esquemas” que le produce el mesianismo kenótico de Jesús, su corazón está adherido a su persona y a su proyecto. El texto revela su itinerario de conversión, la depuración del seguimiento vaciado progresivamente de sí mismo y fundado en la confianza en Cristo desde una humildad radical. Lo cual hace de su liderazgo un ejercicio basado en la misericordia y en la compresión con la limitación humana en lugar de en la suficiencia y la perfección.

1.- ¿Cómo estoy viviendo este tiempo de Pascua?
2.- ¿Qué respondo yo a Jesús si me pregunta: “Simón, hijo de Juan, me amas”? ¿Se lo respondo de palabra o también con obras?
3.- ¿Soy ejemplo de este amor con mis prójimos?

¡Ayúdame, Señor, a situarme con misericordia, como Jesús, ante la debilidad ajena y propia!


28 DE MAYO DE 2020

 

JUEVES VII DEL TIEMPO DE PASCUA

CICLO A

 

¡Paz y bien!

 

Del Santo Evangelio según san Juan

(Jn. 17, 20-26)

 

 

“¡Que sean completamente uno!”.

 

 

En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, oró Jesús diciendo:

«No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.

Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.

Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo.

Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos».

 

      

¡Buenos días!

 

¡No es vanidad! Pero estoy convencido que no me equivoco cuando afirmo que este evangelio deberíamos leerlo cada día. La petición de Jesús es de una belleza inconmensurable y de una necesidad tremenda en la sociedad de nuestros días: “Que todos sean uno”. Que vivíamos en la unidad, tanto con Dios Padre y con el Jesús, el Hijo; como entre todos los hombres y mujeres de este mundo. ¿No es verdaderamente hermoso?

 

Si analizamos mínimamente la sociedad actual, en seguida, nos damos cuenta de que vivimos en un mundo donde las fronteras, la desigualdad, las creencias, los fundamentalismos y las injusticas se han convertido en algo tan presente en nuestros días que vertebran por completo nuestro mundo rompiendo con esa unidad de la que Cristo habla en su oración al Padre y por la cuál le está pidiendo en el día.

Estamos muy acostumbrados a separarnos: los que piensan como yo, los que creen en lo que yo creo, aquellos que son afines a mí y los que no, los que mejor me caen y los cuales me cuesta soportar. Distinguimos muy bien a los que son paisanos de los que son extranjeros… infinidad de diferencias que nos llevan a no vivir la comunión que Cristo pide hoy.

 

Como hemos podido leer, Jesús se centra en resaltar y proponernos el gran mensaje de la unidad. Él le pide al Padre, que los que le siguen a Él y los que seguirán en el futuro, no se pierdan ninguno, llegando a ser todos uno. Pero ¿cómo lo vamos a conseguir? Vemos que es difícil por la cantidad de sesgos que hemos implementado en nuestra manera de vivir. De hecho, no puedo dejar de pensar en como nuestra sociedad se ha roto por completo a causa del COVID-19 y la brecha entre ricos y pobres es más grande aún, pero incluso aparecen nuevas diferencias que pueden estigmatizar a los demás. Es cierto que se necesita controlar la pandemia y posiblemente acabemos con un pasaporte inmunitario que diferencia entre quién sí y quién no ha padecido este coronavirus ¿estamos preparados para vivir con esta diferenciación? ¿Me llevará esto a apartar de mi vida a quien no lo haya pasado por temor a que me lo pueda pegar? Es cierto que la diferencia, en este caso, me lleva a controlar un mal enorme, pero yo tengo que aprender a no desterrar de mi vida y a no diferencias a los que sí de los que no. Del mismo modo que yo no puedo desterrar de mi vida a los que tienen más dinero porque son ricos o a los que tienen poco por el hecho de ser pobres y no me pueden aportar nada. Todos tenemos que tener el mismo puesto en el corazón de los demás. Nadie tiene que quedarse sin tu ayuda, sin tu caridad, sin tu misericordia. Si nosotros queremos llegar a ser “otros cristos” en medio de nuestro mundo debemos empezar por tener un corazón con un amor universal donde todo el mundo pueda disfrutar de él.

 

Pero volviendo a la pregunta que formulaba: ¿cómo lo vamos a lograr? La solución nos la propone Cristo mediante el misterio de la unidad. Jesús dice al Padre: “que todos sean uno, como tú, Padre en mí y yo en ti”.

Esta es la clave. La misma unidad que existe en Dios y Jesús debe prolongarse en todos nosotros, puesto que, como a sus discípulos, también nos encarga una misión: extender el mensaje de salvación para que todos los que crean y acepten a Jesucristo y, por medio de su predicación, lleguen a participar de la misma vida de Dios. ¿Estamos dispuesto a llevar esto a cabo?

 

Es difícil, lo sé. Hace falta mucha humildad, mucha negación de uno mismo para darse a los demás como Cristo se nos dio a cada uno de nosotros. Hace falta mucha oración para estar unidos al Padre y saber anteponer a los demás a nosotros mismos. Pero ésta es la unidad que tenemos que conseguir y sólo lo lograremos si estamos unidos a Dios. Si hacemos de Él el principio y el fundamento de nuestra vida.

 

Esta unidad a la que se consagra Jesús, hace posible que los mismos creyentes puedan realizar su trabajo misionero con un mínimo de credibilidad y de coherencia: “para que el mundo crea que Tú me has enviado”.

La consigna “que sean uno”, no terminamos de obedecerla por mucho que cada día la pidamos al Espíritu en la Eucaristía: “que congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo”.

No podemos olvidar que este es el testamento entrañable del Señor. que es deber nuestro promover y construir la fraternidad, allí donde los hombres y mujeres no busquen sobresalir, imponer, rivalizar sino ayudarse, apoyarse, comprenderse, y ofrecer a nuestro mundo una Buena Noticia creíble.

 

RECUERDA:

 

En el mundo quebrado por las fronteras, la desigualdad, los fundamentalismos y la injusticia global, el anhelo de Jesús por la unidad y la súplica a su Abba para que todos seamos uno, nos compromete y sostiene en la tarea de levantar puentes en lugar de muros. La oración de Jesús se extiende hasta nosotros urgiéndonos a tejer comunión desde la diversidad. Lo cual es imposible si no es desde el respeto profundo a los diferentes y la apuesto por el diálogo como talente vital y relacional. La unidad no es nunca la suma de los idénticos. No hay unidad sin participación en ella de las diferencias. Las diferencias no son una amenaza para la comunión sino justo su condición. Como señala el Papa Francisco, el ideal evangélico no es la esfera, donde todos los puntos son equidistantes desde el centro y todas las partes son iguales, sino el poliedro, donde los elementos que lo constituyen mantienen su peculiaridad y diferencia. (EG 236)

 

1.- ¿Cómo estoy viviendo este tiempo de Pascua?

2.- ¿Soy uno con Dios Padre y con Dios Hijo? ¿Cómo vivo esta Comunión?

3.- ¿Soy uno con mis prójimos?

 

¡Ayúdame, Señor, a tejer comunión desde la diversidad en nuestros ambientes!


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