21 DE MAYO DE 2020
JUEVES VI DEL TIEMPO
DE PASCUA
CICLO A
¡Paz
y bien!
Del
Santo Evangelio según san Juan
(Jn.
16, 16-20)
“Estaréis tristes,
pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos:
Comentaron entonces algunos discípulos:
«¿Qué significa eso de “dentro de poco
ya no me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a ver”, y eso de “me voy
al Padre”?».
Y se preguntaban:
«¿Qué significa ese “poco”? No
entendemos lo que dice».
Comprendió Jesús que querían preguntarle
y les dijo:
«¿Estáis discutiendo de eso que os he
dicho: “Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a
ver”? En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y
os lamentaréis, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes,
pero vuestra tristeza se convertirá en alegría».
Francamente no es fácil. No es un texto
fácil de comprender el que nos propone la liturgia para este jueves. Es cierto
que el lenguaje de Juan ya es de por sí algo complicado de entender, más aún
cuando el mensaje parace más una adivinanza y un rompecabezas que un mensaje
claro y conciso como aquellos a los que Jesús nos tiene acostumbrados.
Debemos enmarcar este pasaje en su
contexto. Estamos en el momento de la última cena, estamos en ese momento en el
que Jesús les explica a sus discípulos qué le va a ocurrir; de ahí que les
diga: «Dentro de poco ya no me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a
ver».
Jesús
está poniendo de manifiesto la tristeza que van a sentir sus apóstoles cuando
prendan y maten a Jesús en la cruz “dentro de un poco ya no me veréis” y, a su
vez, manifiesta la alegría que sentirán estos tras su Resurrección: “pero
dentro de otro poco me volveréis a ver”. Esa mezcla de alegría y tristeza que
se vuelva a dar en estos últimos días de Pascua: tristeza puesto que Jesús se
marcha con el Padre en su Ascensión y alegría ante la nueva realidad que se nos
abre con la llegada hasta nosotros, gracias a Dios nuestro Padre, del Espíritu
Santo. Vemos como la tristeza siempre da paso a la alegría plena, a la alegría
eterna que no pasa. ¿Es Cristo nuestra alegría? ¿Es esa la alegría que además
de desear alcanzar, llegamos a vivir en nuestra vida?
Alguno se puede estar preguntando ahora
mismo: Pero, Hilario, ¿cómo vamos a estar alegres con lo que estamos viviendo?
Es verdad, en estos precisos instantes de nuestra vida, con una pandemia
sobrevolando el mundo con efectos desbastadores, es muy complicado ser feliz ¿o
quizá no?
¿En
quién o en qué fundamentamos nuestra alegría?
Esta es la pregunta clave. Si
verdaderamente queremos llegar a experimentar eso que Jesús nos dice en el Evangelio
de hoy: “Vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo estará alegre;
vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”
¿Es
la alegría que Cristo nos propone la que deseamos vivir?
Y ahora uno puede llegar a pensar ¿Qué
alegría me propone Cristo? ¿Cómo puedo alcanzarla?
La
alegría que Cristo nos propone es la alegría de aquellos que confían plenamente
de él, la de aquellos que saben de quién se fían en su vida. La alegría propia
que viven los cristianos cuando son capaces de negarse a sí mismos, de
olvidarse de su “yo” para vivir desde la Voluntad y los designios de Dios,
sabiendo que Él no quiere nada malo para nosotros. En definitiva, es la alegría
que tienen y sienten aquellos que son capaces de hacer realidad en sus vidas
aquello que santa Teresa: “No soy yo es Cristo quien vive mí” o la expresión de
san Pablo: “Ay de mí si no doy testimonio de Cristo”. Esta es la alegría que
debemos intentar sentir, la alegría propia de aquellos que abandonándose a
Cristo no tienen impedimento en perder su vida por Él y por los hermanos, por
los demás, haciendo realidad, también, en sus vidas esta otra frase que dice
Jesús: “Si el grano de tierra no cae y muere no da fruto” o “quien pierda su
vida por mí la encontrará”.
Éste es el camino que debemos andar si
queremos conseguirla, como nos preguntábamos anteriormente, si queremos vivir
la alegría eterna, la alegría que Cristo nos proporciona debemos abrir nuestro
espíritu al Paráclito, debemos abandonarnos a las manos de Dios y hacer de
nuestra voluntad la suya propia. Debemos abrir nuestro corazón a los demás, a
los más necesitados para que así podamos tratar a los demás como Cristo nos
trata a cada uno de nosotros: dando su vida por nuestra salvación, perdiendo su
vida para que nosotros la encontremos y la disfrutemos de una manera gratuita.
Ésta es la respuesta a la pregunta de hoy. Ésta es la alegría que debemos
alcanzar y la manera de alcanzarla. ¿Estamos dispuesto a ello?
De lo contrario, tendremos una vida según
nuestra propia voluntad, una vida a nuestro antojo. Una vida que lejos de dar
testimonio de Cristo, da testimonio de nosotros mismos. Una vida que mira sólo
por nuestros placeres, egoísmos, elecciones, bienestar… una vida marcada por la
distancia con los otros, el rencor, la falta de amor, de misericordia, de
empatía. Una vida que sí, posiblemente, disfrutaremos pero desde la alegría y
el disfrute efímero que deja un gran vacío en las personas porque no colman sus
anhelos y ansías más elevados: vivir en la tranquilidad, la paz y la serenidad
de Dios, trabajando por Él y por nuestros hermanos y hermanas. Esta es la
alegría que vamos a encontrar si, verdaderamente, nos abandonamos a la voluntad
de Aquél que nos creó ¿Lo intentamos con la ayuda de Dios nuestro Padre?
RECUERDA:
Las palabras de Jesús en este texto no
son de fácil comprensión. Desde el contexto de despedida en que se enmarcan se
refieren a diversas experiencias en sí conectadas: muerte, resurrección,
ascensión y presencia viva de Jesús en la comunidad, en la entraña del corazón
humano y del mundo mediante su Espíritu. Por eso la tristeza por la pérdida
convive con la alegría ante la novedad esperada. La Buena Noticia del Evangelio
lo es de alegría insobornable, de esperanza probada. La alegría experimentada
con Jesús y prometida hasta el fin de los tiempos no está exenta de las noches
oscuras, ni del dolor compartido en el compromiso contra la injusticia o las
luchas interiores con nosotros mismos ante nuestra finitud y precariedad como
criaturas. Así fue también en Jesús. La palabra definitiva y última ante la realidad
no es el llanto, sino la alegría del amor desbordante, que se hace anhelo de
comunión y reconciliación con todas las criaturas, por la fuerza del Espíritu
del Resucitado.
1.- ¿Cómo estoy viviendo este tiempo de
Pascua?
2.- ¿Qué alegría estoy viviendo yo en mi
vida?
3.- ¿Quiero conseguir la alegría que
Cristo me viene a dar? ¿Estoy dispuesto a ponerme en camino para conseguirla?
¿Qué me lo impide?
¡Dame, Señor, tu Espíritu para llegar a
ser testigo de tu insobornable esperanza y alegría!