31 DE MAYO DE 2020

DOMINGO DE PENTECOSTÉS. Solemnidad.

FINAL DEL TIEMPO PASCUAL
CICLO A

¡Paz y bien!

Del Santo Evangelio según san Juan
(Jn. 20, 19-23)


“Como el Padre me envió, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo”.


Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

      

Hoy es el día en el que los cristianos recibimos el Espíritu Santo. ¡Hoy celebramos Pentecostés! Ponemos el punto final a cincuenta días enormemente importantes para los cristianos, ponemos el broche de oro a las fiestas de la Resurrección de Cristo y lo hacemos siendo objeto de su promesa cumplida. Jesús que nos dijo que no nos abandonaría jamás, que estaría con nosotros hasta el final de nuestros días, vuelve a cumplir su Palabra y nos entrega al Paráclito, a Aquél que nos va a dar la fuerza necesaria para poder seguir adelante con nuestra misión de dar a conocer su mensaje, de perdonar los pecados, de amar a los demás y de convertirnos en mensajeros y testimonios del amor de Dios en nuestras vidas.

Hoy, el Hijo de Dios nos ha sorprendido cumpliendo esa promesa que nos hizo antes de ascender al Padre. Y el Espíritu se hace notar. Cambia la tristeza en alegría, los recuerdos de dolor, fracaso y traición en perdón, abre las puertas que había cerrado el miedo, nos hace entendernos a todos y por todos. Y pone en nuestros corazones el deseo imperioso de contar lo que habían visto y oído de Jesús. Pone en nuestros corazones el compromiso de seguir haciendo todo aquello que le hemos visto hacer durante su vida pública. Así, de la misma manera que, de aquel grupo de apóstoles miedosos, amedrantados e indecisos surgió gracias al Espíritu una comunidad unida en el recuerdo y el seguimiento de Jesús, pese a sus diferencias de personalidad, de trayectorias vividas y de dones recibidos, de nosotros, de los cristianos de este siglo XXI tiene que surgir, también, una comunidad que evangelice a todos los pueblos y culturas, sin pretensiones ni exclusiones. No puede ni debe nacer hoy una secta ni una organización más. Hoy, gracias a este Espíritu recibido, debe nacer la comunidad de Jesús, la Iglesia, la que debe continuar en el tiempo la misión amorosa del Resucitado. ¿Estamos dispuestos a ello? ¿Qué puede frenar en nosotros esa entrega a tan distinguida petición que Jesús nos hizo de dar imagen del amor de Dios en nuestra vida? ¿Acaso no confiamos lo suficiente en el Espíritu Santo?

A partir de ahora no tiene sentido vivir desde el miedo. Tenemos que abrirnos al futuro con la seguridad de que Dios está de nuestro lado y no nos abandona nunca. No podemos pensar que con solo conservar el pasado estamos siendo fieles al evangelio y garantizando nuestra fidelidad, pues el instinto de conservación es señal del miedo. Miedos a la creatividad teológica, las reformas litúrgicas y lenguajes atrasados que no comunican ni ayudan a celebrar nada. Miedo a defender los derechos humanos. Miedo a las tensiones y conflictos que implica ser fieles al evangelio: nos callamos cuando no debíamos, hablamos para defendernos y vivimos una adhesión rutinaria y cómoda. En el fondo, es miedo a hacer lo que hacía Jesús: acoger a los pecadores misericordiosamente, reconciliar y no juzgar ni condenar, romper hielos razonables, con el amor asimétrico de Jesús y, un largo etc…

Cuantos más medios tenemos para afrontar la vida, más miedos nos paralizan y crecen en nuestra vida. Hay inquietud y desazón por los cambios tan rápidos que se dan en nuestra sociedad, por el individualismo, el pragmatismo y la insolidaridad tan exagerada. Hay una angustia disfrazada y solapada, que suele estar ligada al sinsentido de la vida y el miedo al dolor, la muerte, por esa falta de sentido, dispersión y desorganización de la vida. La COVID-19 nos ha dejado muy bloqueados, y con razón, precisamente porque confiábamos más en nosotros mismos que en el propio Dios y esa “tranquilidad” con la que vivíamos gracias a que pensábamos que “el hombre lo dominaba todo” se ha perdido. Ahora es un momento perfecto para volver a poner nuestros ojos, nuestra mirada y confianza en el Señor, en Dios nuestro Padre, en ese Hijo que murió por nuestros pecados y en ese Espíritu Santo que hoy recibimos y que es nuestra fortaleza.

Donde crece el miedo se pierde de vista a Dios, se ahoga la bondad que hay en las personas y la vida se apaga y entristece. Es importante no perder la confianza en Dios. Si el Dios manifestado en Jesús nos da miedo, no hemos entendido gran cosa. El Dios de Jesús nos quita el miedo a Dios con su imagen tan humana y cercana que nos proyecta.
Solo el espíritu del Resucitado, aclarará nuestra confusión, falta de entendimiento, comunicación y entrega. En un mundo contaminado y con alergias, necesitamos aire puro que nos aclare por dentro y por fuera; nos dé valor para testimoniarle, fuerza para no silenciarle, respetando; valor para acompañar, tocar y curar las llagas de nuestros entornos. ¿A qué podemos seguir teniendo miedo?

RECUERDA:

La celebración de Pentecostés cierra el ciclo de la Pascua. Aunque el libro de los Hechos sitúa esta fiesta cincuenta días después (Hch. 2, 1-11), Juan ubica el don del Espíritu en un contexto pascual. La Resurrección y la recepción del Espíritu constituyen una unidad inseparable, ya que a partir de la primera, la presencia de Cristo en el corazón humano y en el mundo es por medio de su Espíritu. Su aliento es la fuerza y el ardor que nos empuja a comprometernos con él en la transformación del mundo y en nuestra propia transformación interior. Como los discípulos, también nosotros podemos cerrarnos por dentro y por fuera a la realidad desconcertante de nuestro momento histórico, al cambio de época que estamos atravesando y que nos urge a acogerle en nuevas realidades y lenguajes y a la universalización y la creatividad del Evangelio desde los últimos.

1.- ¿Cómo he vivido este tiempo de Pascua?
2.- ¿Estoy abierto al Espíritu de Cristo para cumplir con su mandato de predicar por el mundo entero su Evangelio?
3.- ¿Qué dudas y miedos me impiden avanzar por este camino? ¿Qué dones del Espíritu Santo necesito para seguir adelante?

¡Ayúdame, Señor, a no dejar de lado mi deber de darte a conocer al mundo entero!