29 DE MAYO DE 2020

VIERNES VII DEL TIEMPO DE PASCUA
CICLO A

¡Paz y bien!

Del Santo Evangelio según san Juan
(Jn. 21, 15-19)


“Apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas”.


Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer, le dice a Simón Pedro:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?».
Él le contestó:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice:
«Apacienta mis corderos».
Por segunda vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?».
Él le contesta:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Él le dice:
«Pastorea mis ovejas».
Por tercera vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?».
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: «¿Me quieres?» y le contestó:
«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice:
«Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras».
Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió:
«Sígueme».

      

¡Qué texto más bello el que nos presenta hoy san Juan! Este diálogo de Jesús con Pedro pone de manifiesto la importancia que para el Resucitado tiene el amor en esta vida.

Jesús nos conoce a fondo, conoce a fondo el corazón humano y, conoce a fondo, nuestras necesidades más profundas. Sabe muy bien que el impulso, la necesidad más espontánea y más fuerte del corazón humano es el amor, la caridad. Lo que el ser humano desea es amar y ser amado, para eso ha sido diseñado. Por todo esto, Jesús se pasó toda su vida predicando que lo primero y principal es el amor, amar Dios, al prójimo y a uno mismo. Y como sabe que es difícil amar si uno no se siente amado, nos gritó que él nos ha amado y nos ama “hasta el extremo”, hasta el extremo da gastar su vida en favor nuestro. Si él no nos ama no podremos amar a Dios y a los hermanos. ¿Tenemos claro este punto? ¿Experimentamos el amor de Dios en nuestras vidas?

El amor tiene que ser el sentimiento predominante cada uno de nuestros días. Amar al estilo de Jesús tiene que ser nuestra máxima si verdaderamente queremos ser verdaderos discípulos suyos, verdaderos testigos de su Misericordia en nuestras vidas y ayudar a los demás a que ellos, también, le conozcan y puedan experimentar este amor del que estamos hablando: el amor de Dios.

       No podemos olvidar que el amor de Dios es un amor sin límites, sin cortapisas, un amor que le lleva a acoger a todo el mundo por igual en su vida, un amor sin favoritismos, ni intereses, un amor sin codicias ni beneficios personales. Un amor que le lleva hasta la muerte para que todos nosotros podamos vivir la Vida que Él nos ha regalado.
Por lo tanto, si nosotros queremos experimentar con los demás el hecho de amar en nuestra vida como Dios lo hizo con nosotros, tenemos que amar sin favoritismos. Amar sin prejuicios, sin juicios, ni críticas. Tenemos que olvidarnos de nosotros mismos y mirar las necesidades de los demás. Si queremos amar en clave de Dios tendremos que respetar a los demás, acoger a los demás, pensar en los demás y vivir por y para los demás. No tener enemigos ni, tampoco, favoritos. El amor de Dios es un amor sin límites, universal, desinteresado y, sobre todo, misericordioso. Saber perdonar, saber acoger, tolerar, negarse a sí mismo… son ejemplos de lo que significa amar del mismo modo que lo hizo Cristo con nosotros y eso, eso lo que nosotros debemos proponernos a lo largo de nuestra vida si verdaderamente queremos ser personas que se configuran a imagen y semejanza de nuestro Creador.

       Esto es difícil, no cabe duda, somos personas imperfectas, limitadas, pecadoras… Jesús lo sabe y a pesar de conocerlo no le importa. Jesús se entrega por completo y confía en nosotros para encomendarnos la tarea de seguirle si es lo que queremos hacer desde nuestra libertad. El texto de hoy es un ejemplo perfecto de ello.

       No es baladí que le pregunte a Pedro hasta en tres ocasiones que si le ama. A lo largo de este capítulo de san Juan podremos ver cómo Pedro vive un proceso de conversión en su vida. Como pasa de no conocer a Jesús, a conocerle. Como pasa de conocerle a seguirle y cómo de seguirle a dar su vida por él, a pesar, incluso, de sus limitaciones, faltas de fe, de entendimiento y las famosas negaciones. Tres son las veces que, hoy, le pregunta Jesús si le ama, tres serán las veces que Pedro le niegue momentos antes de ser crucificado el Viernes Santo. Ese paralelismo nos demuestra cómo Pedro hace lo posible e imposible para seguir a Jesús férreamente, aunque, en ocasiones, sus limitaciones le lleven a alejarse de esa contundencia con la que hoy contesta.

       No podemos quedarnos instalados en el hecho de las negaciones. Las negaciones no paralizan a Pedro en su seguimiento a Jesús. Pedro se entristece cuando canta el gallo y se da cuenta de lo que ha hecho, pero esa pena, esa tristeza le lleva a darse cuenta de lo que ha sucedido, le lleva a darse cuenta de que su proceso de conversión tiene que seguir adelante y, asumiendo su realidad pecadora, decide continuar dando con su vida testimonio del amor de Dios. Ve en el pecado una posibilidad para seguir hacia delante y ser cada día mejor. ¿No es hermoso? ¡Ojalá nosotros fuésemos, también, tan humildes de asumir nuestras debilidades y desde ellas construir un seguimiento más fuerte a Dios!
El propio Cristo conoce esas debilidades. Sabe que, aunque nos mostremos fuertes, caeremos en contradicciones e incluso llegaremos a nos seguirle siempre, pero no se aleja de nosotros. Cristo, a pesar de esto, no nos quita su confianza y nos dice: “sígueme”. A pesar de nuestros pecados, cada día nos da la oportunidad de vivir unidos a él, trabajando por instaurar el Reino de Dios en medio de nuestro mundo. ¿No nos damos cuenta de que no nos trata como merecen nuestras culpas? Entonces ¿por qué nos cuesta tanto ser agradecidos con él y no le seguimos como merece? Sabe que le negamos y no nos lo tiene en cuenta ¡eso es perdonar! ¡eso es aceptar las limitaciones de los demás! Tenemos tanto que aprender…

       El amor a los demás y a nosotros mismos (no entendido como egoísmo sino como la mejor manera de conocernos e intentar cada vivir más unidos a Dios) tiene que ser una constante en nuestras vidas. Un amor que no lograremos alcanzar si verdaderamente y ante todo no amamos a Dios sobre todas las cosas, poniéndole como Principio y Fundamento de nuestras vidas. Amar a Dios es no anteponer nuestros placeres y beneficios, nuestras ansias y anhelos a aquello que nuestro Creador nos pide. Amar a Dios es poner nuestra vida en sus manos con total confianza, sabiendo que todo aquello que nos pide en cada momento es lo que más nos conviene. Amar a Dios es aceptar siempre su voluntad. ¿Estamos dispuestos a amarle de esta manera? ¿Podríamos decirle cada uno de nosotros como Pedro, hasta en tres ocasiones: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”?

RECUERDA:

A lo largo del capítulo 21 de este evangelio, la figura de Pedro aparece en paralelo a la de Juan, el discípulo amado. Su autoridad se fundamenta en su amor probado hacia Jesús por su propia debilidad y límite, de modo que su triple confesión remite a su triple negación en el evangelio de Mateo (Mt. 26, 69-75) y a su proceso continuo de conversión. Por eso la figura de Pedro nos resulta tan terriblemente humana. Su grandeza radica en que sus caídas no le hunden en la culpa ni en su imagen rota, porque pese a sus contradicciones, temores y la “ruptura de esquemas” que le produce el mesianismo kenótico de Jesús, su corazón está adherido a su persona y a su proyecto. El texto revela su itinerario de conversión, la depuración del seguimiento vaciado progresivamente de sí mismo y fundado en la confianza en Cristo desde una humildad radical. Lo cual hace de su liderazgo un ejercicio basado en la misericordia y en la compresión con la limitación humana en lugar de en la suficiencia y la perfección.

1.- ¿Cómo estoy viviendo este tiempo de Pascua?
2.- ¿Qué respondo yo a Jesús si me pregunta: “Simón, hijo de Juan, me amas”? ¿Se lo respondo de palabra o también con obras?
3.- ¿Soy ejemplo de este amor con mis prójimos?

¡Ayúdame, Señor, a situarme con misericordia, como Jesús, ante la debilidad ajena y propia!