17 DE MAYO DE 2020
DOMINGO VI DEL TIEMPO
DE PASCUA
CICLO A
¡Paz
y bien!
Del
Santo Evangelio según san Juan (Jn. 14, 15-21)
“Le pediré al
Padre que os dé otro Paráclito”.
«Si
me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro
Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no
puede recibirlo, porque. no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo
conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos,
volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis
y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre,
y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda,
ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me
manifestaré a él».
Día número sesenta y cuatro de
confinamiento. Mañana comienza la famosa fase uno. Sobran las palabras ante los
miedos de los sanitarios, que realmente son los que conocen bien cómo está la
situación. Sé que todos tenemos muchas ganas de salir, de ir a la Parroquia y
de volver a esta mal llamada “nueva normalidad”. Desde aquí hacer un
llamamiento en el que vengo insistiendo desde hace varios días: actuemos con
sentido común y responsabilidad. Todos aquellos que son personas de riesgo, por
favor, continuad en casa. ¡ESTO NO HA PASADO! Que nos dejen salir no significa
que el peligro se haya esfumado y podemos contagiarnos en cualquier momento. No
se trata de vivir asustados y con miedo ni obsesionados. Se trata de vivir
responsablemente y ocupados en el tema, nada de preocupados, pero repito: sí
ocupados. Seamos generosos, también, con los demás. Nuestra imprudencia puede
contagiar a nuestros prójimos y no sabemos cómo le puede afectar esto a su
salud. No hay que ser alarmistas ni lo pretendo. Simplemente quiero
concienciaros que seguimos conviviendo con este virus desconocido y que de
momento la cautela, la higiene y desinfección y el distanciamiento social son
los mejores tratamientos que tenemos.
No podemos olvidarnos de Dios. Él nos
está ayudando cada día, cada momento. Acudamos a Él con confianza y pidámosle,
como cada día, por todos aquellos que han fallecido, por sus familiares y
amigos. Por los que están en puestos de trabajo difíciles, por los que se han
quedado en el paro, por los que pasan necesidad y, también, porqué no, por
nosotros para que el Señor nos dé la fuerza necesaria para seguir adelante.
Llegamos al sexto domingo del tiempo de
la Pascua, aunque aún nos quedan dos semanas por delante, hasta el domingo de
Pentecostés, podríamos decir que éste es el último domingo de este tiempo de
fiesta, puesto que, la semana que viene celebraremos la Ascensión y al
siguiente, dentro de catorce días, Pentecostés, con el que pondremos punto
final a la Pascua de la Resurrección de Cristo.
Hasta llegar aquí hemos podido ver,
domingo tras domingo, a Cristo acompañando a sus discípulos camino de Emaús, en
el cenáculo, en la barca en medio del lago, junto a la orilla… vemos como Jesús
se ha hecho presente en medio de los Once para que estos puedan reconocerle,
para que puedan acostumbrarse a esta “nueva” presencia de Cristo en sus vidas,
la presencia del Crucificado, la presencia de ese Cristo que ha vencido a la
muerte. Una presencia que, por ser gloriosa, no deja de ser real.
Esta
misma presencia es la que nosotros tenemos de Cristo en la Iglesia: una
presencia real a través del Espíritu Santo que él nos anuncia que Dios nos
enviará; una presencia que cumple la promesa que Jesús hace en este sexto
domingo: “No os dejare desamparados, volveré”.
El
evangelista san Juan sitúa este fragmento del en vísperas de la Pasión. La preocupación
de Jesús, en esos momentos previos a la Pasión, no es otra que la de hacerles
ver a sus discípulos que no les abandona a pesar del tormento que tiene que
sufrir, que siempre va a estar con ellos, que siempre va a estar con nosotros.
Por eso, no quiere que se alejen de su amor y pide, tanto al principio como al
final del evangelio, que le amen. Esa es la preocupación de Jesús que sus
discípulos no dejen de amarle, no por él, sino precisamente por ellos, porque
quien ama a Jesús permanece en él y él en quien lo ama, de manera que no se
pierde. ¿Amas a Jesús? ¿Permaneces en él como hemos dicho a lo largo de esta
semana?
Ese
amor a Jesús es el que diferencia al discípulo de quien no lo es. ¿Puedo
considerarme discípulo de Jesús? ¿Cómo le amo de palabra o, también, de obra?
“Obras son amores y no buenas razones”, dice la sabiduría popular.
El
amor a Jesús se verifica con lo que él mismo nos dice: “el que acepta mis
mandamientos y los guarda, ese me ama”. Y la recompensa de ese amor sincero y
con obras, es lo más grande que podemos esperar: el amor de Dios en nuestra
vida, vivir en su cercanía. De hecho, el propio Jesús dice: “quien
permanezca en mí, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él”.
Sólo el que ama a Jesús está en condiciones de apreciar la verdad de lo que
Jesús dice.
Pero como siempre digo ¿sabemos que es
amar a Jesús? No podemos olvidar que amar a Jesús es escuchar su Palabra para
guardarla en nuestro corazón, rezarla, orarla y ponerla en práctica, de manera
que nuestra vida sea un fiel reflejo del amor que Dios nos tiene a cada uno de
nosotros. Amar a Jesús es trabajar en medio de nuestro por la Paz, la libertad,
el amor, el perdón, la justicia, la solidaridad, la dignidad de los más
débiles, las necesidades de quienes nos rodean… en definitiva pasar por nuestra
siendo otros “cristos” para todas y cada una de las personas que nos rodean.
Como decíamos, a principios de semana,
si logramos vivir enraizados en la vida de Dios, llegaremos a ser personas felices
y completas, siempre agradecidas, siempre asombradas. Lograremos vivir en paz,
en esa paz que como ya reflexionamos no es sinónimo de tranquilidad, sino más
bien, de cercanía con el Señor. Quien vive cerca de Dios tiene la fortuna de ver
y vivir lo que el mundo no puede ver ni vivir. ¿No te sientes afortunado? ¿Por
qué nos cuesta tanto vivirlo? ¿No será que en el fondo dudamos? ¿No será que
cuando las cosas no salen como esperamos en lugar de abrirnos a la voluntad de
Dios nos enfadamos con Él y le reprochamos nuestras cruces? ¿No será que
confiamos más en nosotros mismo que en el propio Cristo?
Jesús había prometido: “Yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Esta promesa ha quedado
cumplida con el envío del Espíritu que nos enseña toda la verdad y que no nos
deja desamparados. ¿Qué más necesitamos para vivir la cercanía de Dios nuestro
Padre?
RECUERDA:
El espíritu es la presencia viva de Dios
en el mundo, su aliento, su fuerza, su creatividad y resistencia mora en todo
corazón humano que se abre a la experiencia del amor. La cultura líquida
en la que vivimos gime de orfandad ante la fragilidad de vínculos sostenedores
de sentido. Pero Jesús, el Viviente, nos asegura su cuidado y la
incondicionalidad de su amor creativo derramado en el mundo, a través del su
Espíritu que rompe con toda frontera y división. Allá donde percibimos las
huellas del amor liberador, allí se hace presente su fuerza y dinamismo,
urgiéndonos a renovarlo todo, a actualizar en nuestros ambientes el proyecto de
Jesús, la fraternidad humana, de la que nadie puede quedar excluido.
1.- ¿Cómo estoy viviendo este tiempo de
Pascua?
2.- ¿Amo verdaderamente a Dios en mi
vida permaneciendo en Él, cumpliendo su voluntad y amando a los demás?
3.- ¿Dónde reconozco la presencia del
Espíritu y su dinamismo renovador y misionero hoy en día? ¿A qué me reta?
¡Ayúdame, Señor, a vivir amándote sinceramente!