LUNES V DEL TIEMPO DE PASCUA
CICLO A
¡Paz y bien!
Del Santo Evangelio según san Juan (Jn. 14, 21-26)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; al que me ama será amado mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».
Le dijo Judas, no el Iscariote:
«Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?»
Respondió Jesús y le dijo:
«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho».
Día número cincuenta y ocho de confinamiento. Empezamos una nueva semana. Como siempre digo, sé que es necesario ponernos a trabajar puesto que sino la economía va a ir de mal en peor, pero no podemos olvidar que el dinero no vale para mucho si no tenemos salud. Por eso esforcémonos por hacerlo bien para que cuanto antes podamos volver a la vida ordinaria y así todos los sectores, dentro de unos límites, puedan volver a su rutina. Confiemos en Aquél que tanto nos ama y no nos abandona jamás, en Aquel que envió a su Hijo para nuestra salvación: Dios nuestro Padre, de quien no puede venirnos nada malo.
Por eso pidámosle como cada día por todos aquellos que han fallecido, por sus familiares y amigos. Por los que están en puestos de trabajo difíciles, por los que se han quedado en el paro, por los que pasan necesidad y, también, porqué no, por nosotros para que el Señor nos dé la fuerza necesaria para seguir adelante.
Continuamos con el capítulo catorce del evangelio de san Juan. Un capítulo que comenzábamos hace ya algunos días y que este pasado fin de semana hemos recordado dado, quizá su importancia, y la claridad con la que Cristo se expresa una vez más. Una claridad con la que nos dejaba claro que él era “el camino y la verdad y la vida” que nos conduce hasta el Padre.
Hoy vamos a dar un paso más, porque no podemos quedarnos en los mínimos, tenemos que aspirar siempre a más y mejor en lo que a la santidad se refiere. Si ayer nos preguntábamos si conocíamos y reconocíamos o no, a Cristo en nuestra vida como ese camino, esa verdad y esa vida y si lo profesábamos como verdadero Hijo de Dios, la pregunta de esta mañana es: ya que no conozco a Cristo, lo hago presente en mi vida y lo profeso como Hijo de Dios ¿le amo?
¿Amo a Cristo? “¡Hombre! ¿tú que crees?” podría contestarme alguno al lanzar esta pregunta. Otros podrían decirme: “claro que le amo, sino no estaría en la iglesia o no iría a misa, incluso no rezaría”, otro puede decir: “claro que sí por eso soy cristiano o cristiana” … y miles de respuestas más, pero ¿sabemos lo que significa amar a Dios? ¿sabemos lo que significa amar a Cristo?
La respuesta nos la da Cristo en este evangelio cuando afirma: «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama».
Con lo que la pregunta ahora está más clara todavía: ¿acepto los mandamientos de Dios y los guardo? Eso es amarle. Amarle significa escuchar a Dios, leer su Palabra y conservarla en nuestro corazón con una única finalidad: ¡VIVIRLA! Con la finalidad de experimentarla, de hacerla realidad en nuestra vida, de encarnarla. Si escuchamos su Palabra y somos capaces de guardarla en nuestro corazón y de ponerla en práctica, hacerla realidad con nuestros actos y palabras y de ponerla al servicio de los demás, entonces podemos decir que verdaderamente amamos a Dios. Esa es la consigna que Jesús nos presenta hoy y esa es la pregunta que debemos hacernos.
Y es que no podemos decir que amamos a Dios y vivir según nuestra voluntad, hacer lo que siempre nos apetezca en cada momento o andar buscando siempre nuestro propio beneficio. No podemos decir que amamos a Dios y nos respetar a los demás, juzgarles por su manera de pensar o de vivir y criticar a quienes están en las antípodas de nuestra manera de ser. No podemos decir que amamos a Dios y asistir a la Eucaristía con la única finalidad de cumplir con un precepto. Ni podemos vivir despreciando a los demás, sin espíritu de acogida ni de entrega.
Amar a Dios es abrir nuestros oídos a su mensaje, abrir nuestro corazón a su Palabra y abrir nuestros brazos a los demás. No podemos amar a Dios si en nuestra vida los demás no son amados de la misma manera que Dios nos ama a cada uno de nosotros. ¡Esto es amar a Dios! Eso es vivir según la voluntad de Cristo, es, en definitiva, convertirnos en otros “cristos” que pongan de manifiesto en medio de nuestro mundo el gran amor y la infinita misericordia que Dios tiene hacia cada uno de nosotros.
Si conseguimos vivir así, lo cual conseguiremos negándonos a nosotros mismos y confiando plenamente en Aquel que es el autor de la vida, lograremos que Dios esté presente en nuestra vida. ¿Qué significa esto? Que Dios esté presente en nuestra vida significa vivir la Alegría verdadera, la Paz plena y gozar de su cercanía y de su presencia cada uno de nuestros días. ¿No es maravilloso y tranquilizador poder tener esta experiencia de Dios en nuestra vida? Ahora recordaba aquella gente que se enfada porque si al final de la vida alguien se convierte podrá gozar de la presencia de Dios en la vida eterna de la misma manera que aquellos que hemos intentado siempre hacer el bien. Cuando alguien me propone este pensamiento enseguida respondo: ¿no te das cuenta de la suerte que tienes tú de poder disfrutar de la presencia de Dios en tu vida ya desde este mismo instante?
¿no vale eso más que todo el oro del mundo?
Es cierto que llevar una vida acorde a la voluntad de Dios no es fácil. Si alguien quiere conseguirlo choca de manera frontal con sus pecados, con sus limitaciones, con la sociedad que marca un camino diferente, en muchos momentos, del que marca la ley de Dios y sus bienaventuranzas. Esto no es fácil, provoca controversia interior y se necesita una gran dosis de discernimiento y de fortaleza interior para no dejarnos vencer por el mal, la desidia, la falta de fe o las dudas y para no dejarnos vencer por nuestra debilidad y por nuestros pecados. ¿Cómo podemos conseguir sobreponernos a todo esto y seguir adelante con nuestro empeño de hacer presente a Dios en nuestra vida?
Jesucristo nos da también la solución en el evangelio de hoy: “el Paráclito, que enviará el Padre, será quien os lo enseñe todo”. ¡El Espíritu Santo! La tercera persona de la Trinidad. Quizá, la persona más olvidada pero tan presente en nuestra vida y tan necesaria para obtener la fortaleza y la fe necesaria para seguir adelante sin desfallecer. Rezarle y escucharle abrirá no sólo nuestro entendimiento sino también fortalecerá nuestro espíritu y podremos conservar y poner en práctica la Palabra de Dios. Ahora solo nos falta preguntarnos: ¿estamos dispuestos a amar a Dios verdaderamente con todo lo que ello comporta? ¿estoy dispuesto a negarme a mí mismo para acoger su mensaje y a los demás?
RECUERDA:
Acoger a Jesús es escuchar la Palabra de Dios y guardarla en nuestro corazón para que sea la brújula de nuestra vida. Al hacerlo nos convertimos en la morada de Cristo. Pero esa Palabra nos pide algo más, nos pide traducirla en gestos y obras de amor en nuestros ambientes desde lo más pequeño a lo más grande. Para ello necesitamos apoyarnos no en nuestras propias fuerzas, sino en la libertad y en la creatividad del Espíritu de Jesús. Allí donde detectamos las huellas del amor, podemos reconocer vestigios de su Espíritu y abrirnos a su Misterio. Toda la realidad es epifánica (manifestación de Dios) puesto que toda ella es ámbito de la acción liberadora de Dios. ¿Dónde reconocemos el espíritu de Jesús urgiéndonos hoy a encarnar la Palabra que nos habita?
1.- ¿Cómo estoy viviendo este tiempo de Pascua?
2.- ¿Escucho la Palabra de Dios? (en el sentido amplio como hemos hablado hoy).
3.- ¿Transformo en realidad con mis obras esa Palabra en medio de mi mundo?
4.- ¿Dónde debe ser encarnada con urgencia en este mundo de hoy?
¡Ayúdame, Señor, a que tu Palabra sea brújula y anclaje en mi vida!